Crónica de Domingo: Esto ha sido un largo adiós, papá

Hoy me he sentado a conversar con Marlowe, papá. Tropezamos en una esquina. Traía el sombrero encajado sobre la frente y el cuello de la gabardina levantado, como si no quisiera que lo reconocieran.

En un primer momento pensé que era un snob. A nadie se le ocurre usar gabardina con este sol que parece un matón sin escrúpulos, uno que te golpea fuerte en la cara, en los hijares solo porque le da la gana y puede hacerlo. No obstante, cuando me abordó para pedirme fuego pude contemplar la mirada de perro apaleado.

Papá, es la misma mirada que tantas veces vi en ti, con la que yo mismo he tropezado cuando encaro a mi reflejo, aunque, cuando me siento así, apaleado, huyo de los espejos, de las vidrieras de las tiendas e incluso de los vasos bruñidos. Viejo, hoy me siento así, como un perro en un chaparrón. Hoy te extraño.

Marlowe comenzó a sacarme conversación. Hablaba de cualquier menudencia. Me preguntaba de esto y lo otro y cada dos o tres oraciones le daba una patada al cigarro. Terminó por invitarme a un bar. No había espacio en la barra y debimos sentarnos en un pequeño reservado. Parecía molesto por lo chic del lugar.

Yo lo entendí. Los bares finos y los detectives privados, sobre todo uno que cayó de fly de Los Ángeles a Matanzas, no se llevan. La vida no se parece a un bar fino, sino al de la esquina, el de mala muerte, donde la barra brilla más porque se bebe el alcohol que salpica de los vasos cuando el borracho eufórico ha tenido una revelación y da un puñetazo sobre la madera.

Marlowe se pone serio. «Vamos al grano», me dice. «Busco un libro, se llama El largo adiós. Un señor de apellido Chandler está pagando una pequeña fortuna por él. El rastro me trajo hasta tu padre. A él no lo encontré, pero a ti, sí; así que habla claro que no estoy para jueguitos. Dime todo lo que sepas».

Le confesé todo todo, viejo, así en carretilla, porque no sabía si en el bolsillo de la gabardina tenía la pistola. Le conté que dice mi madre que me parezco a ti, que cuando estamos pensativos adoptamos la misma pose: los brazos apyados sobre el vientre y la mirada perdida, como quien fue a refugiarse de sí mismo dentro de sí mismo; también que masticamos ambos como si trituráramos vidrio y eso eriza a quienes comparten mesa con nosotros dos.

También, le comenté que gracias a ti descubrí la literatura, que cuando niño te espiaba por el resquicio de la puerta para observar cómo leías y en un punto te quedabas dormido y el libro caía en el colchón al lado tuyo, como una gaviota muerta. Entonces, yo que siempre quise imitarte, comencé a leer, a matar a mis propias gaviotas. Hasta el día de hoy nunca he perdido esa costumbre.

Ya adolescente, me pusiste El largo adiós en las manos, el mismo título por el que me pregunta Marlowe, y muy serio me dijiste que sería lo mejor que leería en mi vida. Después a cada rato venías y me recitabas la misma línea del libro, esa de que puedes cambiar todo de un hombre menos la mirada. Ahora yo recuerdo la pose que compartimos con la mirada de quien se refugia de sí mismo en sí mismo, y pienso que tenías mucha razón.

Esa tarde, en ese bar chic, donde temía a la posible pistola en el bolsillo de la gabardina, debí sacarme por dentro aquello que cuando estabas por aquí nunca pude decirte. Tal vez El largo adiós no es la gaviota que más he disfrutado matar; sin embargo, si cada persona fuera un libro, tú serías ese y si lo analizo desde ese punto de vista quizás sí, sí es el mejor libro que he leído. Estos últimos años sin ti, papá, han sido eso: un largo adiós.

Marlowe me preguntó si aún tengo el volumen en mi poder, le respondí que sí. «Te acompaño a la casa. Enséñamelo». Mientras caminábamos no podía parar de hablar. Sentía que conocía a ese detective de mandíbula cuadrada a lo Humphrey Bogart de toda mi vida.

Seguí con mi historia y le conté que después que te fuiste, me apropié del libro. Quise cuidar a tus gaviotas como si fueran mías. Le relaté que los días en que me dueles mucho lo agarro y lo abro en una página cualquiera. La literatura achica esas distancias que a veces la muerte y el tiempo quieren poner entre tú y yo.

En la casa le enseñé mi ejemplar, raído por los años, de El largo adiós a Marlowe. Él lo inspeccionó de arriba a abajo. «Se parece mucho, pero creo que este no es el que estoy buscando», comentó y me guiñó un ojo. «Le diré al señor Chandler que hice todo lo posible por encontrarlo, pero no logré nada».

Entendí entonces que los tipos duros no son tan duros nada. Mientras se marchaba calle abajo, te juro, viejo, que por un instante se me dio un aire a ti.

PD: El largo adiós es la novela cumbre de la saga escrita por el escritor de policíacos Raymond Chandler y que sigue las peripecias del detective privado Philip Marlowe. Me inspiré en dicha obra para escribir esta crónica, que se la dedico a los padres de Cuba y en especial al mío, esté donde esté.


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