Recuerdo el grato entusiasmo que sentí, hace ya más de cinco años, al enterarme de la inminente llegada al cine de un Hércules Poirot à la manière de Kenneth Branagh. No solo por ser un fan fatal de la obra de Agatha Christie y de buena parte de la traslación de sus escritos al proyector, sino también porque el intérprete y realizador británico suele desprender una simpatía narcisista que le viene muy bien al personaje. Eso creí pocos meses antes del estreno de Asesinato en el Orient Express (2017), lo mantengo después de Muerte en el Nilo (2022) y probablemente también lo haga tras Misterio en Venecia (estreno anunciado para septiembre de 2023).
Dejando de lado que el mejor Poirot hasta el día de hoy pertenece a la televisión por culpa y gracia de David Suchet, y que en cine las encarnaciones de Albert Finney y Peter Ustinov contribuyen a inmortalizar desde sus respectivos clásicos de los 70 y 80 el perfume literario del sabueso belga como pocos actores pueden, es preciso admitir que Branagh aprovecha su oportunidad para distanciarse del hermetismo habitual en el personaje, en lo que aparenta pasar a la posteridad como una saga muy radical en ese sentido. Sin embargo, no me basta.
Las aventuras del legendario detective hechas en la era anterior al CGI, no exentas de defectos –como tampoco lo están las obras maestras de manifestación alguna si miramos bien y notamos que hay una nota de más en la sinfonía o una ceja mayor que la otra en el cuadro–, dejan la sensación de haber asistido a auténticas ceremonias cinematográficas. Las situaciones, las ambientaciones, los elencos de cada entrega, recompensan las ansias de evasión cada vez que se acude a ellas. A diferencia de las nuevas propuestas, no pecan de presuntuosas; constituyen una forma de cine humilde que a Branagh se le ha escabullido de tanto atusarse el bigote pensando cómo enlazar el siguiente plano digitalizado de exteriores con un virtuoso movimiento de cámara por los pasillos del escenario del crimen. Está bien la ambición como virtud, no como defecto, y esa línea es confusa para él.
Claro está que aquellas viejas películas –ese tenso Orient Express del 74, el crucero egipcio del 78, aquella dosis de maldad bajo el sol en el 82 y la cita mortal del 87, incluso el espejo roto que reflejaba a Mrs. Marple en vez de Mr. Poirot– crearon el referente que a esta nueva serie fílmica le correspondía suceder, y del que es deudora en varios parámetros. ¿Qué le vamos a hacer? Solo nos queda disfrutar, o intentarlo, y reconozco que a ratos Branagh me lo dificulta.
Aunque ya no están las estrellas vivientes que llenaban de vida cada plano de los títulos dirigidos por Lumet, Guillermin o Winner, que no por mencionarlos con subrayado significa que me olvide del encanto de los telefilmes protagonizados por Ustinov; aunque el guionista, Michael Green, no tiene un dominio tan hábil de los recursos de la literatura policiaca como el mítico Anthony Shaffer; aunque es insensato pedir a una época lo mismo que a otra, hábito errado en los amantes de la gran pantalla; no es menos cierto que en las recientes Asesinato… y Muerte… noto más errores de casting que en sus antecesoras, minutos perdidos en paisajística sin fuerza, rutas argumentales que no me llevan a sitios especialmente satisfactorios y que no me descubren ni sugieren tantas pistas internas del protagonista como quisiera, ni mucho menos como pretenden guionista y director. Productos concebidos para deslumbrar desde el mostrador, no para completar el espacio vacío que queríamos rellenar con ellos al comprarlos.
Desde su silla de director, si es que alguien puede imaginárselo sentado en ella y no recorriendo agitado el set y dando instrucciones por aquí y por allá, casi todos los trabajos de Branagh pertenecen al delicado terreno de la irregularidad. Su filmografía es de las que brillan y se oscurecen de forma intermitente; vistas una por una, sus películas a menudo alternan momentos sublimes con otros ridículos, incluso innecesarios, desequilibrio que lamentablemente afecta asimismo sus adaptaciones de Christie. Eso sí, avanza por el metraje con una habilidad para pasar de un estado de salud artística a otro, y viceversa, que le resultaría envidiable a muchos mediocres, de los que no saben caer de pie luego de verse en atolladeros de argumento o puesta en escena. No me atrevo aún a definirle como maestro, pero sí como alumno aventajado que repite de curso porque quiere, miembro revoltoso de esa especie a la que le gusta erguirse sobre los hombros de gigantes que señalan el futuro, tomar las enseñanzas que le han dejado antecesores evidentes como Welles u Olivier y hacer con ellas el cine tal cual le viene en gana según el tema y las intenciones artísticas o comerciales que encara.
Parecería difícil que se versione mal una base de trabajo como la que aportan estas novelas, pero en el caso que nos ocupa no ocurre tanto por los arriesgados guiones de Michael Green como por decisiones de dirección mal ejecutadas, al desastroso nivel de esa esfinge de Gal Gadot convertida en Cleopatra a orillas del Nilo en la segunda aventura. Tolero el aspecto visual artificioso que históricamente han dado las transparencias y todo tipo de fondos falsos, sin ir más lejos, Casablanca rebosa de ellos, así que no atribuyo mi disgusto al uso de tecnologías actuales para recrear locaciones; lo que detesto es la cursilería, y que un director, y más si es bueno y le conozco, confunda una sucesión de bellos planos con diseño de postales.
Me gusta el estilo con que se anuncia la tercera parte, la recreación de una Venecia tenebrista, en juego con lo sobrenatural, y una vez más temo lo que pueda ser de mí. Espero, mitad en guardia y mitad entregado, el proceso de disfrute, de sumisión a la película acabada, a punto de olvidarse o recordarse para siempre. Hasta entonces, sigo pensando que el verdadero e insuperable Poirot de hoy es Benoit Blanc, el sagaz detective interpretado por Daniel Craig a las órdenes de Rian Johnson.
Son ya dos las ocasiones en que me ha seducido el envoltorio y decepcionado el contenido, a pesar de que la última vez Poirot/Branagh se despojó del poderoso bigote para rendirse como uno más de los mortales al amor, fracasado o exitoso según se mire. Y algo me hace acudir, por más que refunfuñe, a las películas que sé que están hechas con amor. Branagh ama el cine, como su héroe los buenos casos, y ya es decir.