Mi reencuentro con ellos tuvo lugar un día de universidad, durante el trayecto de regreso a casa en la guagua 15.
Se me presentó la oportunidad de tomar asiento junto a una ventanilla resplandeciente por el sol de mediodía. Torpemente pasé por delante de una señora sentada, maldiciendo para mis adentros la necesidad que tiene un universitario de afrontar el transporte público a tales horas, entre semejante gentío y bajo semejantes temperaturas.
Ni bien acababa de colocar sobre mi regazo la mochila cuando lo vi, a unos tres metros de mí. A una velocidad de vértigo, comencé a recordar.
Recordé que, de niño, los veía trabajar y una satisfacción casi ajena me colmaba. Siempre he admirado mucho la destreza en el ser humano, sobre todo cuando está empleada en función del bien. A veces me los encontraba con sus uniformes ya puestos; otras, tenía oportunidad de verles vestidos de salir formalmente antes de colocarse sus indumentarias de trabajo.
Reconozco que mi afinidad podía incrementarse si de vez en cuando alteraban su introspección en la faena para guiñarme un ojo amigo, o incluso si me alzaban en brazos como al leoncito de aquella película que para mí era imprescindible en aquellos tiempos. No obstante, nada me despertaba más simpatía hacia ellos que verles trabajar con tanto esfuerzo y cuidado.
“Mami, cuando grande quiero hacer lo que ellos hacen”, decía con esa vocecilla de cinco o seis años que uno entonces creía dura y aterciopelada. “O eso, o cantante. ¡Y buzo también!”
Bueno, lo de buzo o cantante eran opciones secundarias, en esa especie de escalafón desesperado que todo niño o niña se crea sin haber apenas aprendido a leer o a escribir.
Pero si algo permanece claro en mi memoria es que aquellos seres fomentaron en mí la admiración hacia una clase específica dentro de nuestra especie: el profesional, aquel que domina su trabajo y en hacerlo bien busca su principal recompensa, aunque pueda al mismo tiempo atreverse con algo mejor pagado o más sencillo de ejecutar.
Ni yo mismo comprendo a la perfección el motivo, pero suelo respetar más al profesional que a quien viaja directo y en primera clase hacia lo seguro y lo fácil. A lo mejor puedo expresarlo así ahora, pero entonces no tenía otra forma que agrandando mis pupilas, ante la exquisita maestría con que mis laboriosos amigos culminaban cada encargo como si de un mero juego se tratase.
Pasaron los años, y cuando se vive esa edad de rasponazos, dibujos animados y nalgadas, sobra el tiempo para elegir cosas que admirar. Tristemente, a veces sobra tanto como para reemplazar lo que ya te apasiona por algo nuevo, y lo que los padres no captaron en una foto corre el peligro de desaparecer en la memoria.
Ante las preguntas de la gente, opté por empezar a responder que, de mayor, sería esto o lo otro. Más adelante diría que periodista, y aparentemente es ahí donde se fusionaron mis palabras y los hechos.
Recuerdos de esta magnitud me asaltaron durante el trayecto en la 15.
Aquel profesional viajaba de pie. Con una mano se sostenía para no perder el equilibrio y en la otra llevaba un maletín cuyo opaco color no recuerdo con exactitud –pues tal es el daltonismo que producen los recuerdos nostálgicos–, así como un aro verde para bailar hula hula cruzado sobre el torso.
Vestía un traje verde que parecía promover una sonrisa de tan chillón y vívido, con vuelos rojos por delante y anaranjado a la espalda, y un ligero descosido bajo la axila que extendía para sostenerse. Sus mangas largas me provocaron sudoraciones en la distancia. Los anchos pantalones, también verdes, caían sobre unos zapatones de franjas rojas y blancas a los que no pude evitar echarles un vistazo, inclinando la cabeza con disimulo desde mi asiento.
Era de estatura y complexión medias. Un gorrito verde y blanco engalanaba su cabello de incipiente color plateado; un tono como lechoso le cubría el rostro y parte del cuello, con barba de tres días, y lucía una estrella verde en cada mejilla. Entre ambas estrellas, una nariz roja y pomposa, situada en medio de un entrecejo impávido y una boca pequeña. La mirada se le perdía en dirección a la bahía de Matanzas.
¿De qué me quejaba? ¿Del calor asfixiante? ¿De verme obligado a coger guaguas atestadas de personas a pleno mediodía? ¿Yo, un simple estudiante universitario? ¡Caramba, qué egoísta! Me fue imposible prevenir el nudo que comenzó a atenazarme la garganta.
Me asaltó el recuerdo de Patalarga, que en un cumpleaños celebrado en mi aula de prescolar se atavió y maquilló delante de todos para que ninguno llorásemos, y aún así alguno lo hizo. Mi escuela solicitó su arte un par de años después para festejarnos a todo tercer grado, porque ya sabíamos leer, escribir y calcular.
Recordé la foto donde aparezco micrófono en mano junto a Colorín, quien me confió la tarea de regalar a niños y grandes una canción que ahora mismo no recuerdo, de ese reguetón de inicio de los 2000, y enseguida me instó a cambiar de registro.
Mientras los colores del pasajero se mezclaban en mi acuosa visión, vislumbré a mi madre subiendo al escenario del teatro Sauto, no recuerdo si a petición de Penta Clown Habana o del Circo Nacional, y ganándose una flor de regalo por participar de un juego que proponían esos extraordinarios artistas. Y qué decir de esa payasita que vino al barrio y, luego de tanto reír y bailar con ella, se fue vestida así y todo en un motor.
Me vi a mí mismo disfrazado con pocos años, prueba de mi febril obsesión por aquellos personajes, practicando equilibrio e inhábiles malabares encima de un cilindro y una tabla que me había facilitado mi abuelo. Y, como si mi mente hubiera rebobinado imágenes en cuestión de segundos, me contemplé robando aplausos de una multitud, con los sonrientes labios acentuados en rojo.
En la parada de la calle Contreras situada al costado superior del preuniversitario José Luis Dubrocq, el hombre se apeó y tomó calle arriba. El acelerón que pegó el chofer lo sacó de mi mirada.
Lo que en mi mente se había tergiversado a fuerza de años como una palabra peyorativa más, mal instalada en el vocabulario popular, no tardó en volver a ser la profesión más digna que soy capaz de imaginar.
Es la profesión de los que ríen aunque quieran llorar, pues de ellos dependen las risas que dan riego a la etapa germinal de la vida; de quienes son capaces de lograr, con el simple hecho de hacer bien lo que saben, que superemos las trabas impuestas por la vida diaria y escapemos hacia un lugar que no existe pero donde quisiéramos estar.
La profesión de quienes no precisan de una flauta encantada para llevarse de paseo a multitud de niños por los confines más recónditos de la imaginación; de quienes no dan importancia a un descosido en la ropa si esta aún atrae miradas con su colorido; de quienes no tienen pena, y si la tienen no la muestran, pues no dudan en subir a un atiborrado medio de transporte vestidos y pintados de fantasía, en un mundo de cruda realidad.
Yo no sé si aquel payaso iba camino de una fiesta, no sé si de ella volvía. Solo espero que pudiera llegar a su destino antes de que el sudor corriese su pintura, y que no haya cambiado nunca el diseño del maquillaje, pues esas estrellas en ambas mejillas se las había ganado con justicia.