El Cinematógrafo: La guerra de las galaxias

Ficha técnica:

Título original: Star Wars

Año: 1977

Nacionalidad: Estados Unidos

Dirección: George Lucas

Guión: George Lucas

Fotografía: Gilbert Taylor

Música: John Williams

Reparto: Mark Hamill, Harrison Ford, Carrie Fisher, Alec Guinness, David Prowse, James Earl Jones (voz de Darth Vader), Anthony Daniels, Kenny Baker, Peter Mayhew,

Duración: 120 minutos

Un adolescente de los 70 se toparía, por encima del impacto visual y de saber que era una película inocente en el fondo, con un morbo parecido al de El mago de Oz, quizá superior al de The Rocky Horror Picture Show, para la que había que simular más de 17 años en la taquilla. Su compañera de asiento se preguntaría, entrelazada su mano con la de él en frenesí de metraje, cómo se vería imitando el peinado de la princesa prisionera y esa pose en que se recuesta al fondo de la celda e increpa a su salvador disfrazado: “¿No eres un poco bajo para ser soldado de asalto?”. Pocos asientos detrás, un adulto recordaría los cómics y primeras adaptaciones de Flash Gordon, se sentiría culpable al descubrir que esta historia era mejor y alguna lágrima dejaría caer al comprobar que la tradición de la vieja space opera no había muerto.

Al igual que tantos títulos repetidos hasta la saciedad en libros y repositorios de cine, o en discusiones entre cinéfilos, desde el viaje a la luna de Méliès hasta la odisea espacial de Kubrick, por limitarnos a la ciencia ficción filmada, es inútil negar y no es nuevo reconocer que si una pieza forma parte innegable de la cultura y mitología del siglo XX, al punto de extenderse también al XXI y no aparentar fronteras en ese sentido, al punto de que seguidores aguerridos hagan caso omiso de algún defecto evidente por mero orgullo o que detractores desesperados se dejen llevar en ocasiones más por rabia hacia su éxito que por razones objetivas, al punto de que la crítica haya parecido renunciar a analizarla o reinterpretarla porque sabe que la desoirán al escucharse siempre más alto las novedades de juguetes, secuelas, novelas, series y videojuegos relacionados, esa pieza es La guerra de las galaxias.

Así se llamó en un inicio y no debió dejar de llamarse, pues encuentro harto confusa e innecesaria la señalización por episodios que lleva hoy la saga que inauguró. Tampoco defiendo los retoques digitales que ha sufrido años después, perpetrados por su propio imaginador, Mr. Lucas. Lo que sí comparto, más con admiración que emoción y sin ánimo de sonar frío ante una película que logra emocionarme además de asombrarme y hacerme reír, es el placer de seguir encontrando a cada visionado el mismo espíritu de serie B con bondades de serie A, el estilo convincente, la vistosa puesta en escena, el ingenio visual y sonoro, y ese espectro de típico rodaje caótico (documentado por múltiples fuentes) al que se sobrepone un equipo presionado por terminar la obra mientras los que ponen el dinero dan puñetazos en los burós de la Fox.

¿Por qué funciona tan bien el primer Star Wars, tanto con la perspectiva de 1977 como de 2023? No deja de tentar la posible respuesta, tan peligrosa de definir como el porqué de la inmortalización de Lo que el viento se llevó, Casablanca, Cantando bajo la lluvia, El Padrino y demás integrantes de ese estante privilegiado de grandes películas de Hollywood, nacidas bajo máxima tensión entre productores y directores. Quizás porque, al igual que los títulos antes citados, sus parámetros de calidad son tan sólidos que, gustando a crítica y público, trascendieron desde el momento en que se estrenó, con humildad, sin prepotencia. Sí, es cierto, como también sucede en casos de poca popularidad, de esos que sólo nosotros parecemos descubrir cuando buscamos algo desconocido que ver en noches de letanía cinéfila.

Incluso personajes no humanos, como C-3PO y R2-D2, ponen de manifiesto valores como la lealtad, el valor y la amistad.

La guerra de las galaxias pudo fracasar y ser uno de ellos, convertirse en una vieja intentona de satisfacer al público mayoritariamente joven que llenaba las salas en ese entonces, o en la mejor de las opciones, recordarse con la ternura que se recuerda el Barbarella de Vadim; pero, por motivos puramente circunstanciales, obras tan arriesgadas no siempre se dan de bruces, algunas contrarían las expectativas y alcanzan un estado de perpetuidad, económica, simbólica, etc., a pesar o tal vez debido a lo cursi de su planteamiento, o a la dosificación inteligente de cinco o seis ideas sublimes que se recogen dentro de un conjunto poco original en principio –como Avatar, que debe su renombre casi exclusivamente a los efectos especiales y a poderosas estrategias de marketing–. Dudo que el éxito continuo y sin parangón de este producto se deba al cóctel que supone, pues mezclas siderales de kitsch y camp abundaban antes de que por primera vez sonase la fanfarria de John Williams en una sala de cine; se lo atribuyo a lo bien preparado que está y lo fácil que se bebe, al sabor particularmente agradable y colectivamente arrebatador de cada uno de sus ingredientes: sorbo a sorbo, aquí nos encontramos cine de piratas, de samuráis, el robot de Metrópolis, la Ilíada, los seriales de los años 30 y 40, Joseph Campbell, Centauros del desierto, el Discovery 1, Dune

La primera de todas es también mi favorita, y en ese sentido no soy nada purista, ya que tiendo, en cambio, a valorar las segundas, terceras y sucesivas partes de casi todo y a cotejar fuertemente el original con sus siguientes capítulos, llegando en disímiles sagas a preferir alguno de estos. En el llamado Universo Expandido, en su punto más álgido de talento y diversión, hasta ahora contrapongo esta parte y la segunda, con la primera en alza por subjetividades de pureza narrativa, clasicismo pulp y facilidad de consumo, pese a ser devoto impenitente de El imperio contraataca y sus virtudes artísticas, epopéyicas y psicológicas. Conservo mayor debilidad por la belleza sobrecogedora de los desiertos de Tatooine, la variopinta clientela de Mos Eisley, la fraternidad evidente a primera vista entre los tripulantes del Halcón Milenario, el constante enfrentamiento de la princesa Leia al concepto de damisela en peligro, los valores humanos que hasta las criaturas más insólitas, metálicas o peludas, comparten.

La princesa Leia se convirtió en un ícono de las heroínas de acción, en contra del cliché predominante de damiselas en apuros.

Sin embargo, pues se trata de un aspecto emocionalmente ligado a la primera secuela y torpemente arrebatado a las pistas ofrecidas desde antes sobre el rumbo que tomarían las cosas si Lucas hacía realidad su sueño de nueve episodios, no sé qué tanto se sorprendieron los espectadores cuando se explicitó la química entre Han Solo y Leia Organa: estuvo presente desde este comienzo, tantos y tan memorables son sus roces desde que se conocen hasta los créditos finales; incluso si ella hubiera acabado eligiendo a Luke en una continuación alternativa donde no fuesen hermanos, seguiría quedando la certeza de que su verdadero amor es el contrabandista socarrón, temerario y secretamente sentimental (con quien Harrison Ford se proclama roba-escenas, brillando más que veteranos de reparto como Alec Guinness o Peter Cushing), no el discípulo rubito de Obi-Wan Kenobi que pasa de granjero a Jedi medio casto (un Mark Hamill menos sólido que al cuidado de Yoda), y es cuanto tengo que decir a favor de la celeridad de mi aventurero interplanetario predilecto.

Luke, Leia, Han, Chewbacca, el viejo Ben, C-3PO, R2-D2, lord Vader, la Estrella de la Muerte, la Fuerza… Parecía suficiente. Y, para sentir gratitud hacia Lucas, desde luego lo es.


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