Solo con el paso de los días, cuando recuerdes esa experiencia sublime y sientas la misma emoción, entenderás definitivamente la grandeza de lo vivido. Ese es el poder del arte, el único capaz de provocar semejante estremecimiento, hasta dejarte mascullando ideas que te permitan describir uno de esos instantes de tu existencia que, mientras transcurren, ya los reconoces memorables.
Podrás escribir dentro de varios años, con igual entusiasmo, que en el aniversario 160 del Teatro Sauto observaste por vez primera el sudor de la camisa azul claro de Frank Fernández, y que evitaste contemplar sus manos sobre el teclado para no deshacer la magia. Es mejor dejarlo todo a la imaginación, como esos trucos del prestidigitador que no quieres conocer para que te asombren una y otra vez.
Sabes que son los dedos sobre las teclas que martillan las cuerdas lo que produce el sonido, pero prefieres imaginar que se trata de un viejo demiurgo que inventó el prodigio de la música, secundado por sus discípulos, que le acompañan desde una orquesta sinfónica. Y experimentas, desde cada nota, pasajes que siempre asumiste silenciosos como la salida del sol, o esa languidez producida a veces por los atardeceres.
Entiendes que todo ese sentir que llevas dentro puedes ocultarlo muy bien, hasta que un ser superior se sienta en su banqueta y extiende sus brazos hacia el teclado del Estonia. Emergen entonces olores y sensaciones conocidas, porque solo la música rearma tus recuerdos con asombrosa nitidez.
En un momento de la noche, extasiado ya ante tanta majestuosidad, te preguntas cómo sería alcanzar ese vínculo entre el pianista y su piano. Eso que algunos llaman maestría, dominio total, y que 79 años de vida no han logrado mellar en el Maestro, cuya interpretación es pura lozanía y frescura. Entonces piensas que el solo roce de sus dedos insufla vida propia al instrumento.
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Interpretar a Mozart apenas le fatiga, más allá de la humedad de la camisa y algún sorbo de agua para hidratarse. Se siente complacido por el acompañamiento de la orquesta, muy bien dirigida por Enrique Pérez Mesa, otro de esos seres excelsos que derrocha maestría.
De codos en el Sauto, desde uno de los palcos del centenario inmueble, transcurrieron casi dos horas de concierto, que parecieron apenas un segundo de felicidad absoluta, y que ya formará parte de la historia de noches irrepetibles, a lo largo de sus 160 años de existencia.
(Fotos: Pacheco)