Crónica de Domingo: Granadero

Esto sucedió una noche loca del 2013, explosiva por antonomasia.

A un amigo le tocó el Servicio Militar en los Bomberos. La unidad queda a unas cuadras de mi casa, en una de las plazas fundacionales de Matanzas, y a cada rato, al regresar de alguna gestión desde ese hemisferio de la ciudad, me lo encontraba en plena guardia. 

Casi siempre me pedía un cigarro o que le comprara una caja en el establecimiento del frente, porque no podía cruzar una soga colgante, paralelo trenzado, que separaba a los “podridos” del resto de la humanidad. Luego, al yo comprender la soledad con nombre de mujer del soldado en la posta, me quedaba un rato con él. 

En uno de esos diálogos, entre la humareda de los Criollos e historias de los tiempos, cuando aún no conocíamos el olor de la pólvora, un borracho se acercó al sector de la soga que ocupábamos. 

—Oigan, me hace falta hablar con alguien —dijo. No recuerdo su rostro, porque llevaba gorra y nos encontrábamos bastante alejados de cualquier farola, pero sí que traía una mochila y que en un metro cuadrado ejecutaba la coreografía del Danubio Azul. «Pa-pa, el danubio azul que yo soñé, pa-pa!”, escuchaba en mi cabeza.

—Soy el soldado de guardia. ¿Qué desea?

—Mire, le voy a explicar. Espérense un minuto —estiró la mano y sacó de la mochila un pomito con ron—. ¿Gustan? —al negarnos, él encogió los hombros y tomó un buche largo; de ninguna manera permitiría que acabara su travesía al “Kurdistán”—. El problema es que en casa de mi sobrina hay una granada y tengo miedo de que reviente de pronto.

—¿Una granada? —preguntó mi amigo; aunque estoy seguro de que pensaba igual que yo: más que una granada, eso era una “guayaba”, y una buena.

—Mi hermano estuvo en Angola y la trajo de allá. Hace rato que está sobre una repisa. —en el extremo caso de que fuera real su historia, qué suvenires más raros regalan en su familia—. Yo la miro y la miro, y siempre me he preguntado si funciona todavía; pero hoy estoy seguro de que sí.

Cada semana al artefacto se lo tragaba el polvo y luego lo sacudían con un trapito, porque nunca he visto un plumero en Cuba, o lo cambiaban de lugar, de la repisa a una mesita, de la mesita a un librero, para reacomodar los adornos. Él siempre temía que estos roces activaran algún mecanismo y entonces la familia quedara como una calcomanía, incrustada en las paredes o en la puerta del refrigerador. Después de tanto tiempo al borde de un ataque de nervios, sabrá Dios qué resortes engrasó el alcohol para que esa noche buscara ayuda.         

—Señor, déjese de cuento y vaya a refrescar la borrachera —le contestó el bombero que, después de casi un año de servicio, esta no era la primera vez que enfrentaba una situación tan absurda.

—¿No me creen? Vengo para acá ahora. La buscaré —con su compás a lo Johann Strauss se perdió en una callejuela lateral.

Cansado, con demasiadas emociones para una noche, me despedí de mi amigo y lo abandoné al otro lado del paralelo. Una semana después coincidí otra vez con él en su turno de guardia.

—¿Sabes qué? —me comentó, inclusive antes de “picarme” un cigarro—. ¿Te acuerdas del borracho del otro día? Bueno, imagino que sí… El tipo, como a los treinta minutos de que te fuiste, se apareció con la granada. Era verdad, hermano. A esa hora se llamó a unos especialistas y la reventaron en el campo de tiro que está a la salida de la ciudad. ¡¿Qué bolá con esa locura?!             

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