Animales fantásticos matanceros: las clarias

En Tirry, como en el resto de la ciudad, si los monárquicos gatos dominan las alturas nocturnas, los peces gatos reinan en lo subterráneo. En las aceras existen boquetes que dejan al descubierto los canales de las aguas albañales. Cuando uno se asoma a alguno de ellos no resulta raro encontrarse a una claria que nada con movimiento bamboleante contra la corriente. 

Ello era más común hace algunos años, porque en la actualidad parece que se fueron hacia otra parte. Hallaron charcos más abiertos o se marearon del taconeo de los transeúntes en las aceras por encima, del ir y venir de las bodegas o de encuentros furtivos con los amantes o, sencillamente, caminan porque si permaneces quieto el muermo te convierte en plastilina, y te quedas pegado a la realidad. 

Antes, hablo de unos 10 o 15 años, varios niños, de los que llaman mataperros, los que aman el churre y la libertad de ser niños, se dedicaban a su pesca. 

A veces descubrías a un grupo de tres o cuatro que rodeaban el agujero en el cemento. Uno de ellos sostenía un hilo y un anzuelo (si no tenían aparejos profesionales, bastaba con un cordel y un alambre doblado) en espera de que el pez mordiera la carnada de pan o de mapos que buscaron en alguna charca cercana, de las tantas que abundaban (y abundan en la ciudad), donde el agua de lluvia reniega desaparecer y se estanca en las ondulaciones del cemento, en los huecos de las obras hidráulicas o en la tierra que no ha conocido al chapapote. 

Notabas a los rapaces concentrados en su pesca, como si esa fuera la única manera de que se estuvieran quietos y no anduvieran por ahí en tiroteos imaginarios o en refriegas medievales, donde una escoba es un mandoble y un pedazo de cartón, un escudo. 

Sin saberlo, inauguraban una nueva modalidad: la pesca en cemento, porque tal vez las calles no son más que eso: un mar de cemento en calma chicha. 

Cuando atrapaban una presa la liberaban de nuevo en la alcantarilla, porque no tienen nada que hacer con un pez gato entre manos. Los ojos de los peces de por sí parecen muertos, como si Dios no habitara en ellos, y si mataban a su captura, entonces sería la muerte al cuadrado. Tal vez el placer estaba en el juego, solo en el juego. 

Yo era uno de esos mataperros. Yo pesqué clarias en un mar de cemento, en un mar de cemento en calma chicha. Quizás por ello en mente tengo la certeza de que ellas dominarán los reinos subterráneos de esta avenida de poetas, como recordando que la vida fluye por todos los planos de la realidad. 

Lea también:



Recomendado para usted

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *