Nostalgias de un mochilero: El Yunque de Baracoa (+Fotos)

Desde el pie de la montaña, el Yunque de Baracoa me pareció una loma como otra cualquiera. Y como si se tratara de una loma cualquiera me sumé al ascenso. Había viajado hasta la provincia de Guantánamo en compañía de un grupo de amigos mochileros que, como yo, amaban la aventura y descubrir cada rincón de Cuba. 

Durante tres días, si la memoria no me traiciona, nos hospedamos en el campismo que se nombra como aquel pedazo de montaña cortada a la mitad por el antojo de algún gigante. Al menos esa idea siempre me acompañó desde que descubrí aquel accidente geográfico en los libros de textos de mi infancia. 

El campismo quedaba a unos cuantos kilómetros de la carretera asfaltada que comunica con Baracoa, y para llegar a esta instalación recuerdo con mucha claridad cómo el trayecto se tornó apenas transitable con grandes ondulaciones en el terreno, y nos topamos hasta con un puente en muy mal estado que nos obligó a descender del vehículo y atravesarlo caminando. 

La mañana que decidimos subir El Yunque, partimos todo en una masa compacta compuesta por periodistas de varias regiones del país, la cual se fue desintegrando según avanzaba hasta la cima del Yunque porque siempre habrá algunos con más “bomba” y energía que otros. 

Al poco rato de iniciada la caminata, nos vimos obligados a cruzar el río Duaba y el agua nos daba por las rodillas. Luego nos incorporamos a un trillo y seguimos loma arriba.

Durante el trayecto atravesamos varias fincas dedicadas al cultivo del cacao. El árbol del cacao es frondoso y de ramas gruesas, pero no busca la altura. Para mí representaba una sensación extraña caminar bajo la sombra de esos arbustos. Supe por el guía que nos acompañaba que se cosecha cuando el fruto obtiene un color carmelita, luego las semillas se ponen a secar y se tuestan. Después se muele, y de ahí surge el maravilloso y extraordinario chocolate.

En esas cosas pensaba cuando comencé a sentir cierta fatiga y cansancio. Para el ascenso decidí estrenar un par de botas nuevas que pesaban una tonelada, y cuando comencé a subir se triplicó su peso.

Por suerte a mitad del caminó apareció un ranchón rústico donde un lugareño vendía frutas de la zona. Si pagabas un CUC, o su equivalente en moneda nacional, podías degustar toronja roja, platanitos maduros, piña, naranjas, entre otras delicias con el dulzor propio del oriente cubano.

Fotos: Del Autor

Cuando llegamos a esa especie de oasis en plena montaña, me enfrenté de “tú a tú” con varios hollejos de toronja y las piernas se me aflojaron. La fatiga se acrecentó cuando le escuché decir al guía que aún faltaba la mitad del trayecto. Ni corto ni perezoso decidí permanecer en el lugar mientras constataba cómo mis amigos estaban decididos a llegar a la cima.

En la casucha, o para ser más precisos, en el punto de venta, tuve la oportunidad de conocer más de la zona de la voz del propio vendedor de frutas. El hombre, de quien no recuerdo el nombre pero sí conservo una imagen, vivía a 8 kilómetros del lugar, y cada día subía las estribaciones de la montaña con su buey colmado de frutas. Había montado el negocio hacía par de años, y le dejaba alguna ganancia “al menos pa vivir”.

Sus principales clientes eran los turistas -según me contó-, que llegaban acompañados de los guías de la zona. Con la baja turística el negocio se contraía y en ese período solo llegaban estudiantes o mochileros como nosotros que por un CUC atacábamos aquella mesa tan bien dispuesta en un dos por tres. Recuerdo que con pesar me contó que no éramos los únicos con apetito voraz y ciertas mañas comerciales. Los visitantes foráneos se habían convertido en maestros en el arte de regateo, y por un CUC casi se querían comer hasta el buey.

El ascenso al Yunque contaba con un equipo de ocho guías, excelentes conocedores de la zona me dijeron. A veces se ponían de acuerdo con el vendedor de frutas para “multar” a los incautos que cada vez eran menos. Ellos recibían un salario por el Estado, y otro de mano de los turistas, “lo que deseen pagar es aceptado”, me comentaban.

Mientras permanecía en el fresco ranchón conocí a un guía que ascendía la montaña en compañía de un australiano que hablaba perfecto español, una holandesa que nada entendía, y un japonés que si bien tampoco sabía español dominaba al dedillo que un CUC eran 25 pesos cubanos.

Aquella jornada descubrí que cerca del Yunque los puercos se pesaban en quintales, que el ron se tomaba a borbotones, y que la felicidad a veces llega en forma de frutas tiradas por un buey.  

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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