I want: el país de lo siempre posible cabe en un entrepiso

I want, primera de la joven María Laura Germán, como autora y directora, es la bitácora de viajes entre dos mundos.

Hay dos tierras contiguas la una a la otra: el país de lo “siempre posible” y el de “nunca jamás”. En el primero los niños estiran las manos y pueden acariciar las escamas doradas de los goldfish que nadan libres por los aires. Ahí ni los elefantes rosas ni los dodos se han extinguido, y los zunzuncitos son ángeles de la guarda. En “nunca jamás”, por el contrario, los zunzuncitos son zunzuncitos, los elefantes rosas nunca existieron y los dodos son fósiles, el océano de los goldfish no va más allá que una caja de cristal y los padres a veces se marchan para nunca volver.

I want, primera de la joven María Laura Germán, como autora y directora, es la bitácora de viajes de tres personajes entre dichos mundos. Pudiéramos decir que la frontera entre ambos es una línea de tiza, como la del pon, y de un salto están en “nunca jamás” y con otro en “siempre posible”.  Cuando en el primero la realidad espanta, entonces huyen al segundo; pero, por desgracia, las visas allí son finitas, porque nadie puede vivir en el aire.

Aunque a veces el traslado entre un país y el otro resulta tan vertiginoso que se confunden ambos planos y no se sabe en cuál se encuentra el personaje. Sucede igual que en el teatro, donde la línea entre los espectadores y el público, muy clara al principio, poco a poco se desvanece mientras la obra avanza y se crea una empatía con la audiencia: un pasaje secreto, un orificio en el muro fronterizo que primero funciona nada más como la mirilla de una puerta – solo te permite ser un espectador pasivo – pero luego se agranda hasta que cabes por él y puedes inmiscuirte por completo en la función.

Ello lo logra la directora al abordar una temática tan sensible y compleja como resulta la paternidad en Cuba, sobre todo a través de una dicotomía o juego léxico contradictorio: “el padre ausente que siempre está ahí”, dando vueltas y vueltas. Para desarrollar esta temática se apoya en tres personajes de la cultura universal: Dorothy, del Mago de Oz; Peter Pan, de Barrie; y Pippa Mediaslargas, de los libros homónimos de la sueca Astrid Lindgren. Los tres, aparte de constituir arquetipos de la niñez, poseen una característica común; por un motivo u otro, son infantes emancipados o las circunstancias ficcionales los obligaron a valerse por sí mismos.

No obstante, Germán los ‘‘isla’’ y aísla. Mantiene su universalidad, pero los contextualiza para la Cuba contemporánea, la de los zapatos para la escuela a 5000 pesos y las paleticas a 50. El tornado de Dorothy (interpretado por Arlettis González Cazorla), lo sujeta por los extremos y lo aplasta hasta aplanarlo, como cuando escachamos un vaso desechable, y lo transforma en ciclón tropicalísimo.

A Pippa Mediaslargas (de la mano de Sonia María Cobos) le regala un Smartphone y un paquete de datos para comunicarse con su padre pirata, que como muchos otros surca los siete mares y las siete tierras buscando la ‘‘x’’ que marca el tesoro. 

Le sacude a Peter Pan el polvo de hadas, al igual que cuando le quitamos las pelusas a un abrigo, y sin su capacidad de volar, Peter Pan, el haz verde de los sueños puros, no es más que Pedro Junior. Este personaje, aunque completa la triada de protagonistas, no consiste en más que una voz en off, un espíritu del aire, que nos cuenta su historia desde ninguna parte y de todas a la vez.

Otro elemento que ayuda a borrar las líneas de tizas de la rayuela entre los dos mundos, el “nunca jamás” (el de la realidad durofrío) y el “siempre posible” (el del teatro) se encuentra en la escenografía, bajo la égida de Vivian Albuin. Emplean un mobiliario minimalista, lo necesario para delimitar tres espacios fundamentales: el Oz de Dorothy, la Suecia de un metro cuadrado de Pippa y un cubículo intermedio que funciona como safeplace, lugar donde los niños tienen un pasaje seguro a “siempre posible”.

También es resaltable que la puesta de escena se montó no en un teatro canónico o en una sala, sino en el entrepiso de una casa colonial; la autora en modo de broma muy seria, dijo que siempre deseó hacer “teatro en casa”. Quizás el espacio resulta un poco pequeño, pero ayuda a la compenetración con la audiencia. La Matanzas decimonónica, antes del Principal y del Sauto, tenía la tradición de montar pequeños teatros en las casas para el disfrute de las familias. Así fueron los primeros acercamientos de José Jacinto Milanés al mundo dramático. I want recuerda a eso, un teatro hecho por familia y para la familia.

En Matanzas el teatro de objetos ha evolucionado por sus buenos exponentes (Papalote, las Estaciones, El Mirón Cubano), de técnica a tradición. María Laura no reniega a ella, como hacen muchos noveles con la intención de romper todo lo precedente, con la idea que el cero es tierra virgen,  sino que lo asume, pero impone sus propios códigos.

El uso de una escenografía minimalista provoca que el atrezo muchas veces sustituya la misma: la casa de Pipa te la puedes llevar bajo el brazo, envolverla con papeles de colores y regalarla el Día de los Reyes Magos; no obstante, en el país de “siempre posible” del teatro, es el refugio de una niña, su mono y su caballo donde debió aprender a hacerse adulta sin quererlo, mientras su padre regresa de sus piraterías o decide embarcarla en su galeón y llevársela a surcar las siete tierras. Los objetos, además, muchas veces se transforman en la manifestación corpórea del pensamiento de los protagonistas y método de expresión de aquello que el gesto y la palabra no alcanzan a abarcar totalmente.

“Es un deseo, pero no solo un deseo, sino un deseo jugado, soñado, atravesado por la imposibilidad de cumplirse y logrado únicamente en ese espacio de soledad donde se crea la familia ideal. Es un deseo pedido con fuerza y gritado en el idioma necesario para que sea escuchado. En fin, es un juego de ser feliz”, explica la autora al preguntarle a qué se debe el curioso nombre de la obra.

Quizás de una manera u otra I want sea el deseo jugado y soñado de María Laura Germán, que atravesó el áspero “nunca jamás” y se hizo realidad al llegar al “siempre posible” del teatro.



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