No hay nada más desconcertante para un cubano que enfrentarse a un bufé. Ante la abundancia de comida perderá esa sonrisa que tanto le identifica, atormentado con la insistente pregunta de “¿¡Por dónde empiezo!?”.
Y en esos momentos uno quisiera tener el sistema digestivo de un rumiante, o regurgitar como ciertas aves. Porque el problema surge cuando vislumbras la cantidad inconmensurable de alimentos raros, y piensas enseguida que de regreso a casa te hallarás frente a tu plato desprovisto de tanto, y sin dudas recordarás aquellos muebles colmados de todo.
Por eso insisto en la idea de un estómago con cinco compartimentos como el de las vacas, pero no para ingerir hierbas, ¡por supuesto que no! Cuando estoy ante un bufé casi nunca miro hacia los vegetales, tampoco hacia los dulces, aunque en honor a la verdad no logro mirar hacia lugar alguno, porque se me pierde la mirada.
Los teóricos de la comunicación pudieran ejemplificar algunos comportamientos humanos frente a los mass media analizando a un individuo frente a una mesa bien provista de alimentos. Así como el exceso de información –afirman los comunicólogos– sobresatura, la abundancia de manjares puede provocar cierto colapso afectando la movilidad y el raciocinio.
Al cubano poco habituado a esos jelengues se le conoce desde la distancia. Sufre una especie de parálisis en todo su cuerpo que le impide el movimiento, queda con un plato en la mano observándolo todo sin saber hacia dónde dirigir sus pasos finalmente. Solo logrará lanzar una mirada imprecisa de 360 grados para quedar en el mismo lugar petrificado. “¿¡Por dónde empiezo!?”, volverá a preguntarse.
Recuerdo que la primera vez que me enfrenté a un bufé (o buffet, como lo escriben los franceses) me faltó imaginación y destreza. Tomé mi plato y lo colmé de arroz blanco, potaje de frijoles negros y bistec de cerdo, no resulta necesario acotar que no fue un solo bistec. Pero ante tanta indecisión, decidí finalmente por la típica comida cubana. Era lo que conocía, claro. Por suerte comprendí a tiempo que actuando así me privaría de disfrutar a plenitud.
Sacando cuentas, creo que el cerebro casi siempre te juega una mala pasada en esos instantes, porque, a veces, antes de decidir qué te servirás ya sientes una especie de inapetencia. Y es cuando la emprendes contigo mismo, porque no te queda espacio para aquella carnita de allí que no sabes qué es, pero tiene muy buen aspecto.
Al segundo encuentro con un bufé me preparé psicológicamente de antemano. No me dejaría vencer. Evité colocar en mi plato esos acompañantes de siempre en la mesa del cubano, evité el arroz y frijoles, ¡solo carne! Pero tampoco me fue muy bien. Solo pude degustar la tercera parte. “Comes más con los ojos”, diría mi mamá.
Como sé que es de muy mal gusto llevar jabitas, con mucho dolor me desprendí de aquellas lonjas que luego tanto extrañé. Recuerdo que en ese instante, cuando no pude digerir nada más, quise contar al menos con una bolsa como los canguros.
Cuando ya son varios los encuentros de ese tipo te creerás muy ducho en la materia, y hasta darás consejos, mas, siempre perderás la partida. En cierta ocasión me decidí por pequeñas dosis de alimentos (hablamos de carne, okey), opté por ciertas vajillas finas sin indagar el contenido, terminé consumiendo pulpo cuando lo que quería era langosta. Yo ni sabía que ese bicho se comía.
¿Los mariscos? ¡Qué traicioneros! Cierta vez con mi plato rebosante de camarones, recordé que nunca los había comido con caparazón. Como no podía regresarlos a su lugar decidí zampármelos de un bocado… infeliz decisión. Casi me ahogo, me hincaban la lengua, la garganta… no quiero ni recordarlo.
Evoco con cierta nostalgia que las mesas suecas de mi infancia eran menos desconcertantes que un bufé. A estas alturas no llego a entender la diferencia entre ambas; quizás que la segunda, a pesar de su nombre nórdico, era más cubana, y hasta cederista, porque no había fiesta que se respetara en mi barrio sin ella.
Rememoro las croquetas de mi mamá, los pudines de Hortensia, los tamales de María, la ensalada fría… Ahora que lo pienso, en las ocasiones que me he enfrentado a un bufé no recuerdo haber visto una croqueta, a lo mejor sí, pero ante tanta abundancia uno pierde la certeza de la realidad.
Pienso que en los hoteles deberían brindarle a los iniciados en esos menesteres algún plegable con las instrucciones necesarias para “acometer la tarea” dignamente.
Yo por lo pronto, siempre que pueda, seguiré sintiendo la misma sensación de desconcierto al principio, para enfrascarme en una batalla campal después donde la gula está permitida, y también la angustia de saber que me llenaré antes de tiempo, para luego sumirme en remembranzas insípidas durante días repasando la experiencia como una especie de ensoñación.
Me reflejo en su articulo!! Cierto en su totalidad, ojalá cada cubano pueda tener la costumbre de visitar estos lugares y así ganamos en cultura…