Ficha técnica:
Título original: Glass Onion
Año: 2022
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: Rian Johnson
Guión: Rian Johnson
Reparto: Daniel Craig, Janelle Monáe, Edward Norton, Kate Hudson, Dave Bautista, Kathryn Hahn, Leslie Odom Jr., Madelyn Cline
Duración: 141 minutos
En caso de comparar Glass Onion con toda la tradición de misterio en la narrativa preexistente, difícilmente hallaríamos un ejercicio próximo en cuanto a estilo o estructura narrativa. Tampoco conviene compararla con su predecesora, de la que es una especie de continuación en clave más difícil todavía, más allá de que tanto Ana de Armas en Knives Out (2019) como Janelle Monáe en esta hayan brillado tanto que casi arrastran la breve saga al terreno de la woman picture.
Un acaudalado empresario que invita a sus viejos amigos a un fin de semana en su isla privada y anuncia que en el transcurso del mismo morirá asesinado, dicho con la mayor tranquilidad posible, parecería de por sí una trama interesante de seguir y, sin embargo, a corta altura en comparación con plots misteriosos de menor sensacionalismo y probablemente mayor calidad en su solución. En esto no radica la efectividad del presente relato, afanado en transgredir normas viciadas de los cánones criminalísticos e insuflar nuevos aires a la falta de ideas del mercado cinematográfico actual; tampoco se evidencia mediante la absurda y placentera trama, sino a través de sus dimensiones morales, el estado de gracia absoluta del autor.
A quien haya irritado la cámara lenta cerca del final de Knives Out, por innecesaria, ridícula o cualquier otro calificativo que se le ocurra, probablemente intencionado por parte de Rian Johnson, de igual manera le irritará volver a encontrar este ¿defecto? al final de Glass Onion. Desilusionará esta segunda parte, tan imaginativa que deshace las ataduras comunes de las secuelas, a quien no haya asimilado bien la naturaleza de este binomio fílmico, entre la sorpresa y el desparpajo. Son películas descaradamente bien hechas, conscientes de su calidad estructural y dispuestas a revestirla de clichés que no tardan en desaparecer cuando, de la nada, de una mirada, un ademán o una frase clave, su director-guionista pone en marcha su buen gusto visual y esa confianza en el diálogo cinematográfico que solo se asemeja, por su mecanicidad disfrazada de espontaneidad, a La huella (1972), aquel extraordinario libreto de Anthony Shaffer que llevó al cine Mankiewicz.
Como en alguna que otra obra de Huston, podemos perdonar alguna risotada sin afinación del firmante cuando estamos tan bien servidos. Bufonesca y camp, con personajes tan de gran guiñol como en cualquier trama académica de whodunit —concepto cuya españolización más exacta sería quién lo hizo—, pero a la vez irónica, lacerante como un puñal en su crítica a la sociedad y visualmente irresistible, además de condenadamente entretenida: son esos los defectos y virtudes, intercambiables según cada quien desee, de la segunda aventura de Daniel Craig como Benoit Blanc, presentes en la primera e intensificadas aquí. Se aprecia mayor interés en los espacios abiertos y los aparentes tiempos muertos del relato, en el dinamismo de los personajes y sus interacciones, que en el mero placer de identificar al culpable; quizás, en negación de este último e infaltable elemento, nos encontremos por ello a medio metraje con otra película surgida abruptamente, que hilvana nuestras dudas hasta el último momento. Así se conjugan dos de los temas predilectos del influyente y olvidado autor Gaston Leroux: el crimen cometido en habitación cerrada y la presencia del doble.
Tal vez lo logre, o no, respecto a la incógnita de turno que tras la pantalla debe descifrar el más divertido y sagaz detective creado en los últimos años, y nosotros frente a ella; pero, desde luego, Johnson no engaña, ni logra disimular tras escasa media hora de presentaciones y planteamientos del desafío, respecto a su pasión por Doyle y, sobre todo, Christie. Su entrañable Blanc se mueve por entornos menos sórdidos que los frecuentados por Sherlock Holmes, más bien cosmopolitas en la estela de Hércules Poirot. Posiblemente, la adaptación a la que esta película más recuerda entre todas las realizadas sobre la obra de la incansable escritora sea Muerte bajo el sol (1982, John Guillermin), buen ejemplo de la elegancia y eficiencia que Johnson consigue al margen de su tendencia a la sorna iconoclasta.
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Si en La vida privada de Sherlock Holmes (1970, Billy Wilder) se bromeaba valientemente sobre la posibilidad de homosexualizar la figura del mejor detective del mundo —cada uno es generalmente el mejor en dependencia de su creador y de la historia que se desarrolle, hasta Clouseau—, el héroe de Glass Onion hace realidad esta iniciativa sin mayor afán de desmitificación, pues no hay figura de ficción más ajena a la sexualidad que el investigador superdotado; incluso su atuendo veraniego, nefasto en cualquier otro intérprete, hace pensar en el amanerado Roddy McDowall de Muerte bajo el sol sin que Craig desprenda sensación alguna de reproductividad en su composición. El verdadero sentido de burla de la función proviene de los móviles humanos, de una fila de sospechosos más patéticos de lo común en el género de intriga: Miles Bron (Edward Norton) y sus oportunistas acompañantes, representantes del nuevo mundo donde tanta tecnología sirve para todo menos para sustituir la aplastante lógica, a veces no tan lógica, del individuo.
Luego de un arranque en el que se hace gala de una capacidad de simultaneidad al alcance de muy pocos realizadores, con pantalla dividida hasta en cinco planos e inteligente derroche de datos sobre los títeres que protagonizarán esta farsa, a lo largo del recorrido posterior la acción cambia geográfica y temporalmente de manera pasmosa, sin ocasionar rupturas muy marcadas en la comprensión de los acontecimientos; al contrario, rara vez se obtiene en narraciones así de aceleradas una sensación de avance constante pese al flashback y semejante incremento de la atención por parte del espectador, dudoso entre dejarse llevar por el desconcierto total o por el disfrute pleno.
También figurará en adelantada posición de la historia del cine la unión de claridad expositiva y rapidez vertiginosa de los planteamientos precisos que necesitamos, tampoco imprescindibles si tenemos en cuenta la gran trampa que Johnson se reserva para bien entrada la primera hora; si bien las películas han perdido la habilidad de dar a conocer o intuir mucho en poco tiempo y con economía expresiva, Glass Onion recupera esa virtud con cada personaje que involucra en sus primeros minutos. Cuando nos son presentados, desde la modelo en decadencia Birdie Jay (divertidísima Kate Hudson) hasta el forzudo Duke Cody (estupendo Dave Bautista), la ineludible revelación de sus entornos, formas de vestir, modos de vida, los hacen seres cercanos y matizados de lo superficial a lo esencial, por lo que acabamos familiarizándonos no ya con ellos, sino además con sus razones para una presunta culpabilidad. Los implicados en el disparatado enigma de la isla del millonario excéntrico acaban mostrando su lado más frágil, pero también el opuesto, y erigiéndose como hombres y mujeres capaces de evolucionar durante el considerable lapso de tiempo que enmarca el caso.
Rendida a su propio sentido del humor, Glass Onion constituye una de las mayores comedias y uno de los más agudos entretenimientos del cine reciente, ocultando, bajo el acento inolvidable del refinado Benoit Blanc y la psicodelia de la mansión solitaria, esa llave secreta que permite el paso a la reflexión, cubierta por frágiles capas de apariencias. Exactamente como si el cine, otra gran mentira, fuese un crimen mal ejecutado: una ‘‘cebolla de cristal’’.