En el año 2005 yo era un estudiante de Periodismo con demasiado entusiasmo, escasos conocimientos y ningún dominio del arte de escribir. En esos días, como parte de mis prácticas profesionales en el periódico Girón, asistí a un encuentro convocado por el Centro de Promoción Literaria José Jacinto Milanés, que en aquel entonces dirigía la promotora cultural y narradora oral Loreley Rebull, quien sin sospecharlo me embaucó en una de las meteduras de patas más grandes de mi incipiente vida profesional.
En el encuentro literario se encontraba un importante editor y poeta. Con gran efusividad Loreley nos presenta y me invita a realizarle una entrevista sobre su más reciente obra. Yo quedé en blanco, apenas alcancé a balbucear algunas frases ininteligibles. Por suerte mi interlocutor supo leer en mi mustio semblante cómo la desesperación se apoderaba de mí. Con mucha elegancia me extendió su mano y se retiró.
Ese sería mi primer encuentro con el escritor Alfredo Zaldívar y uno de mis mayores desaciertos en el ejercicio del periodismo. Desde entonces evito realizar una entrevista sin preparación, como bien advierten los textos sobre ese género.
Por esa razón, días después de aquel fatídico encuentro que lastimara severamente mi orgullo profesional, me dispuse a darle un vuelco a la situación y así recuperar mi ego maltrecho. Fue entonces que conocí sobre la visita del Indio Naborí como parte de las celebraciones de la Feria Internacional del Libro que se celebraría en la ciudad, en los primeros meses de aquel 2005, y que estaba dedicada a su figura.
Solo realizando una excelente entrevista a un escritor de la trayectoria y fama de Naborí lograría sanar mi orgullo. Como pocas veces en mi existencia me di a la tarea de zambullirme de un tirón en toda la obra y vida del afamado artista.
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En una de las largas mesas de la Biblioteca Provincial Gener y del Monte leí cientos de hojas de entrevistas, artículos y varios de sus libros más conocidos. Recuerdo la impresión que me dejó el texto Con tus ojos míos, donde relataba con gran sensibilidad su falta de visión y la compañía inigualable de su esposa Eloína.
Durante aquellas extensas horas en la biblioteca el día avanzaba y yo no podía desprenderme de los libros ante cada hallazgo. Supe de la pérdida de uno de sus hijos a muy temprana edad. Aún retumban en mi mente aquellos versos del poema La fuga del ángel, un canto tierno y de profunda tristeza.
A dónde fuiste, ángel mío/ en la última travesura?/ Tal vez quiso tu ternura/ mudarse para el rocío/ Te fuiste como en el río/ un pétalo de alelí; y has dejado tras de ti/ una estela de cariño/ recuerdo que, como un niño/ sin cuerpo va junto a mí/.
Naborí crecía antes mis ojos como un ser inabarcable. Por cada nueva faceta de su vida escribía una pregunta en una hoja en blanco. Tenía muchas ganas de aquel encuentro con uno de los decimistas y escritores más elogiados y respetados de la Isla.
Aunque siendo honesto, creo que por prudencia hoy no realizaría ni la mitad de las preguntas garabateadas sobre el papel, ya que pudiera resultar un poco petulante hacer más de treinta preguntas en una entrevista aunque se trate de Jesús Orta Ruíz. Desgraciadamente, la sensatez llega demasiado tarde.
EL ENCUENTRO
Una vez concluida mi investigación pasé a una nueva hoja las preguntas que conformarían mi cuestionario. Tenía la seguridad de que nada impediría mi primera gran entrevista. Al saber de su arribo inminente a la ciudad decidí abordarlo en la primera oportunidad. Hasta pensé que la providencia estaba de mi parte cuando un amigo me llamó para invitarme a un homenaje que le realizarían al escritor en la biblioteca municipal de Varadero. En aquella época, Varadero era un municipio más de la provincia.
Ni corto ni perezoso decidí viajar hasta el bello balneario con la idea de acceder a él. Quizás en este intento de crónica se omitan los detalles de aquel viaje, pero seguro estoy que no fue tan sencillo como escribir este párrafo. Pues recuerdo a aquel joven de conocimiento incipiente montado en un camioncito mientras sostiene una mochila donde resguarda un bien preciado: su cuestionario con más de 30 preguntas. Rememoro como si fuera hoy que la inseguridad se hacía presa de mí mientras el vehículo llegaba a su destino.
Al apearme del camión decidí caminar hasta la biblioteca. Allí, el amigo que fungía como anfitrión de la actividad me extendió un caluroso saludo a la vez que me señalaba hacia un frondoso árbol. Bajo su sombra observé al Maestro Jesús Orta Ruíz en compañía de su esposa. La imagen de la pareja me impactó y en ese instante desapareció toda la resolución que me acompañaba.
Mas, mi amigo insistió, invitándome a saludar al matrimonio que ya yo idealizaba, sobre todo después de mi lectura del volúmen Con tus ojos míos. Con marcada timidez me acerqué. Mientras me presentaban como periodista oficial de la actividad me empequeñecía al punto de sentirme un insignificante átomo en este gran universo, donde precisamente el hombre que me extendía su mano era una especie de Astro Rey.
Cursilerías aparte, la actividad transcurrió sin mayores sobresaltos, si obviamos, claro está, el creciente nerviosismo que me invadía al comprender que el encuentro literario llegaría a su fin, lo que me obligaría a sacar mi cuestionario y gestionar la entrevista. O quizás, las acciones irían en un orden invertido. En esas cosas pensaría seguramente como presa del terror.
Ya en ese minuto nada importaban las cientos de páginas leídas y datos recopilados sobre Naborí. Sentía temor de no lograr mi cometido.
Cuando me acercaba al matrimonio minutos después de los aplausos que marcaban la conclusión de la actividad, y con mi resolución recobrada, mi amigo me interrumpió invitándome a almorzar junto a la comitiva presente. “La comitiva” estaba compuesta por el afamado matrimonio, el anfitrión de la actividad, el taxista, y este servidor. Pero no pude sentirme importante porque aún no se había concretado mi empeño.
Tengo que reconocer, en honor a la veracidad histórica, que con mucho gusto y apetito voraz acepté la invitación y por unos momentos olvidé todo lo demás.
Durante el almuerzo me informaron del regreso inmediato de Naborí a la ciudad para recibir un importante reconocimiento en el Museo Palacio de Junco, como parte de las actividades previstas en el marco de la Feria del Libro.
Cuando intentaba calcular en mi mente si mis escasas finanzas me permitirían alquilar una máquina particular para llegar a tiempo, me invitan a viajar en el mismo auto del escritor y su esposa. “¡Todo confluye para que logre mi entrevista!”, dije para mis adentros.
Pero la realidad fue bien diferente. Durante el trayecto no pude tan siquiera dirigirle una palabra, absorto como lo vi con la mirada pérdida en el horizonte. Como sabía de su escasa visión entendí que disfrutaba de la brisa marina y no quise interrumpir ese momento entre Naborí y el mar.
El auto nos llevó hasta el Museo y allí le esperaba una multitud. Ante los presentes se le entregó La Tórtola, importante reconocimiento que entregan las autoridades culturales de la provincia a personalidades con una vasta obra. Hasta ese minuto, cerca ya de las 4:00 p.m. de la tarde, no había podido hacerle una sola pregunta. En la redacción esperaban la noticia sobre lo acontecido en el Palacio de Junco.
Hoy, cuando observo aquella escueta nota de apenas 12 líneas aparecida en el periódico un 24 del febrero del 2005, siento un poco de rubor, porque aquello de “El indio cazó la Tórtola” lo tacharía de tan solo pensarlo, pero así permanece hasta hoy en los anales del archivo de Girón.
Sobre las 6:00 p. m., con una noticia redactada y en compañía de un cuestionario que ya me resultaba molesto, emprendí un último intento para realizar la entrevista. Incluso me vi obligado a realizar una especie de trabajo detectivesco porque nadie podía decirme dónde Naborí pasaría la noche, para asistir a la jornada siguiente a otras actividades planificadas por diversas instituciones de la provincia.
Serían las 8:00 p. m. cuando llegué a la puerta de una Casa de Visita y toqué con cierto aire de triunfo, y también de cansancio. Había descubierto su paradero luego de consultar a media ciudad. Al tocar la puerta me recibió su hijo Fidelito Orta.
“El viejo está fatigado y decidió dormir temprano”, me dijo, a lo que agregó, “pero si quieres puedes enseñarme ese cuestionario que traes en la mano y yo te respondo lo que quieras saber”.
Fue entonces cuando decidí guardarlo en un bolsillo mientras aceptaba un refresco frío del cual no recuerdo el sabor. Luego entablamos una amena conversación y al parecer Fidelito no logró leer en mi rostro la frustración.
Mientras hablaba de los diferentes pasajes de la vida de Naborí que yo ya conocía por mi investigación previa, comencé a recobrar mi ego lastimado. Entendí de golpe que existen historias que nunca se podrán atrapar con palabras, que resultan inenarrables, como aquella vez que viajé junto a Naborí bordeando el mar, y sus ojos, que no veían, escudriñaban el horizonte.