Lucilo y la eterna bondad humana

Lucilo y la eterna bondad humana

Lucilo Orestes dice no tener familia, pero ofrece adecuada imagen, como si cuidaran de él. Con 91 años de edad, ya presenta dificultades físicas. Privado de la visión, es de lento andar. Se apoya en su inseparable bastón.

Lo hallé el martes último, al caminar ambos cuesta abajo por la calle Milanés, entre Capricho y San Gabriel, en la ciudad de Matanzas. Se dirigía, manifestó, hacia la farmacia ubicada en Medio (Independencia), esquina a Dos de Mayo. A su paso, necesitaría más de una hora para arribar a su objetivo, donde lo esperaría una compañera en su viaje hacia otro lugar.

Al ayudarlo a conducirse por una vía tan peligrosa, debido a la enorme cantidad de vehículos que por ella transitan, mostró un carácter demasiado irascible. No obstante, pasé por alto esta condición emocional y, unido a Lourdes, una señora de más de 60 años que también lo acompañó, caminé con él un largo tramo.

En el poco tiempo del viaje juntos, nos contó que durante muchos años laboró como conductor de ómnibus en distintas líneas, sin precisar en cuáles; y mencionó otros hechos de su vida.

“¿No sabes quién soy? De dónde tú eres, porque a mí me conocen hasta los perros. Claro, desde hace muchos años no manejo. Pero no pareces tan joven, ni ella, y quizá me vieron algún día de uniforme, gritándole a la gente: ‘Caminen, caminen, denle chance a los demás, que el transporte es de todos’. No es como ahora. Cuando aquello pasábamos cada media hora más o menos por las paradas.

“Muchos choferes y yo éramos iguales. Cuando las personas se abultaban alante, que casi no nos dejaban manejar, deteníamos el carro, nos parábamos y, con ayuda de algunos, mandábamos a todos para el ‘patio’, es decir, hacia la parte trasera. Como eran constantes nuestros viajes, en distintas rutas, por lo general no había problemas. Ahora, mírame…”, dejó suspensa la frase.    

Sí, hay problemas económicos, con los combustibles; pero ni siquiera transita un ómnibus local hacia los diferentes barrios, al menos cada dos horas. Ni detienen con autoridad, más bien de favor, algunos inspectores de paradas a los vehículos estatales, en los que solo viajan los choferes, que se hacen de la vista gorda o dicen estar finalizando el trayecto o en busca de combustible. 

Tratamos de detener a unos cuantos de ellos para llevar a Lucilo, pero, inmutables, no lo hicieron. Incluso, a taxis arrendados cuyos conductores ni siquiera nos miraron o, mejor dicho, a nuestro anciano, que situábamos enfrente para que vieran el motivo de nuestro interés.

Duele notar tanta falta de humanidad en quienes luego, por enfermedad propia o de algún familiar, exigen atención en los centros asistenciales de Salud, y hasta consideran insensible -dicho de la mejor forma posible- al personal especializado si no acuden rápido a atenderles, como es debido. 

¿Cómo llamar entonces a quienes privan del transporte estatal a embarazadas, ancianos como Lucilo, madres con niños en brazos, e incluso al propio personal médico? 

En todo ello pensé cuando experimenté tal sensación de impotencia por no dar con nadie capaz de trasladar a nuestro anciano, que pudiera ser su padre, abuelo, amigo o vecino.

El sonido del bastón contra paredes y puertas, además de devolverme al momento, hace que de diversas viviendas se asomen algunas vecinas, y sus miradas se tornan muy sensibles al apreciar la causa de la aparente y tenue llamada a sus hogares.

Es indudable que el protagonista de estas escrituras no está apto para conducirse solo por las calles. Requiere de alguien que lo ayude y, sobre todo, que le evite estos viajes, que realice sus menesteres fuera del hogar.

¿Cuántos, como él, no requieren de asistencia social permanente, y de esa que debe desprenderse de aquellos que le conocen? No importa que sea una persona irascible; por encima de cualquier característica personal, deben prevalecer corazones abiertos como expresión de solidaridad.

Lucilo es un propósito que abre las puertas para enarbolar los valores, eso que muchos olvidan, pierden y justifican con situaciones sociales, económicas, etc. El sentimiento real jamás se marchita, ni las buenas costumbres y conductas cuando, como las raíces de los árboles, se afianzan en tierra fértil; es decir, en personas buenas en todo el sentido de la palabra.


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