Un martes, en la noche, Matanzas parece una tundra, silenciosa, ni siquiera se escucha el viento doblar por una esquina. Por la acústica natural de la ciudad y su pequeño tamaño, casi sin importar tus coordenadas, cuando hay fiesta sientes el bajo de los bafles en el pecho, como un temblor.
No obstante, sentado en la escalera de mi casa, este martes solo oía el chirriar de los grillos, que, cuando espacian su canto demasiado, piensas que se irán a otra parte y, entonces, el silencio. Donde digo martes, digo miércoles y sin mentirte también jueves y, con pánico en la voz, hasta viernes, que, como dicen los memes de Internet, es el día que mejor se sabe el cuerpo.
El término matanceridad describe aquellas características geográficas, culturales y económicas que diferencian a la ciudad de sus pares: la bahía y los ríos, las ceibas sagradas y la costumbre de poder ir en chancletas a todas partes. Un conocido una vez me dijo, mientras miraba un jueves muerto a los ojos, que en verdad no era la matanceridad, sino la matan-serenidad.
Este martes, desde el descanso de la escalera, pienso en sus palabras, reflexiono sobre la serenidad de la ciudad, que entre semanas parece que todos sus habitantes se van a dormir después de la novela, y que los insomnes se fueron a otras noches.
Dicen aquellos que han investigado la matanceridad que, incluso, históricamente, la ciudad no se creó para los trasnochadores, ni siquiera para ver el tiempo pasar. Si nos fijamos en la arquitectura del centro histórico, notaremos que escasean los edificios con portales. Solo encontramos adustas fachadas y pequeñas aceras. La ciudad se diseñó para que la vida transcurriera puertas adentro.
Hasta Daniel Dall’Aglio, cuando presenta los planos de lo que es hoy el Teatro Sauto, en vez de separar los palcos con paredes, decide hacerlos corridos. El único objetivo de este detalle no era la circulación del aire, sino también para que los espectadores pudieran comunicarse y socializar.
Otro ejemplo que quizás apoye la existencia de la matanserenidad es el uso de la palabra “hueso” para denominar la abulia, la pereza, voz endémica de las márgenes del Yumurí y el San Juan. En ningún otro territorio de la Isla se emplea. Cuando necesitas buscar un término para nombrar un sentimiento o una mezcla de estos tan específica, surge la noción que no sale de la nada, sino que forma parte de un fenómeno.
Por suerte, la ciudad ha cambiado en los últimos años. Existen otras opciones para cuando no soportas más la vida de gato, de sillón en sillón, hasta que el día se acabe, o para cuando toque celebrar: el cumpleaños del socio, el carro que te otorgaron por la empresa, el concurso de literatura que ganaste. Lo ha propiciado la aparición de bares y otros establecimientos privados similares; sin embargo, siempre no puede uno lanzarse a Narváez en misión económicamente suicida. Por ello, es importante una oferta estatal de calidad, donde no tengas que entrecerrar los ojos cuando mires a la carta para comprobar si leíste bien el precio.
Por las rutinas de la vida moderna, de lunes a viernes toca oficina, toca memorándum, toca reunión y asamblea, toca videoconferencia, y hay que dormir temprano para al otro día no andar a media máquina. El fin de semana le llega el turno al descanso, al no hacer nada o al intentar hacerlo todo en menos de 48 horas. A pesar de este cronograma, no sería contraproducente que el grueso de las actividades culturales de la ciudad se realizara solo los sábados y los domingos. Debiera haber oportunidades para aquellos que no quieren continuar el ciclo trabajo-hogar-trabajo y posean la energía y las ganas de zapatear un poco.
La covid-19 amainó hace unos meses atrás e, incluso, en las tendederas ya no vemos los nasobucos colgados, junto a los pañales y las batas de casa. Ahora más que nunca se disparan las ansias de dejarse llevar por el flujo de la noche. A la matanserenidad se le puede combatir. Como mismo surgió debido a condiciones objetivas, si estas cambian ella también cederá, y entonces los martes no parecerán tan martes.
Lea también: