Matanzas: la mujer dormida en la orilla del mar

Cuando Federico García Lorca, el poeta gitano de las lunas verdes, contempló el Valle del Yumurí desde Monserrate, dicen los que recuerdan mucho y los que anotan todo que exclamó: “Solo faltan Adam y Eva para que sea el paraíso”. 

Es posible que Matanzas posea algo de paradisiaco; no en el sentido idílico de lo bíblico, porque en el reverso de la belleza habita la fealdad —grietas en las paredes donde crecen los helechos, puentes descascarados por el salitre—, pero sí de lo primigenio. Es decir, ante lo nuevo, lo nunca tocado, nunca mirado, nunca oído, la sorpresa te convida a la exploración. Tal vez su principal encanto radique ahí: te invita a desentrañarla constantemente.

Cuando se arriba a ella por la Vía Blanca en la noche, poco a poco, de la hondonada en que se asienta emerge un “abanico” pespunteado de luces que abarca hasta donde la vista alcanza. Eusebio Leal, en un conversatorio realizado en la Sala White, cuando se le dedicó la Feria del Libro, confesó que para él era uno de los recibimientos más bellos de una ciudad a un viajero. No importa las veces que contemples ese espectáculo, siempre te sorprenderá. Siempre será un descubrimiento.

Puede que esa belleza —estética— sea sencilla de explicar, por lo menos de manera lógica, porque también existen motivos vagos, que es donde entra la poesía. Todos los asentamientos costeros fascinan, tal vez porque recuerdan las leyendas del mar. En este caso influye, además, la presencia de ríos, montañas, valles; una amalgama geográfica que salva el paisaje de la monotonía. 

Asimismo, interviene la forma de anfiteatro griego de su concepción. Baja por las laderas de las montañas y llega hasta la bahía-escenario. A diferencia de las urbes construidas en terrenos llanos, que cuando alzas la vista solo encuentras el cielo; aquí no importa donde estés o hacia donde dirijas la mirada, siempre hallarás un trozo de ciudad. Ella es omnipresente.

Más allá de la belleza obvia, la que está a flor de piel, a flor de asfalto, hay otra más profunda: la mística. Algunos intelectuales y académicos de mucho espejuelo y mucha alma la llaman matanceridad. El término lo usaría por primera vez Cintio Vitier, quien la conocía desde la cuna, para referirse a la poesía de José Jacinto Milanés. Representa el sentido de pertenencia del habitador hacia la ciudad y cómo esta lo transforma. 

Quizá si estudiamos la historia cultural de diversas urbes de la Isla encontremos que en ninguna se imbrica tanto lo popular con lo clásico como aquí. Si por una parte tenemos las salas de conciertos, donde el arte alimentaba el espíritu y el estatus; por otra están los barracones, donde el arte constituía una vía para que no nos cortaran las raíces. De la unión natural de ambos, por compartir un mismo espacio geográfico, la ciudad; y otro espiritual, la cubanidad; surge una nueva forma, matancera e isleña. En las Alturas de Simpson aún resuena el cornetín de Failde. 

Ante la cercanía del aniversario 329 de San Carlos y San Severino de Matanzas, el periódico Girón comenzará una cuenta regresiva con textos y materiales gráficos que demuestran la riqueza de costumbres, paisajes y unicidades de la mujer dormida en la orilla del mar.    

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