Fotos: Tomadas de La Jiribilla
René Fernández Santana (Matanzas, 1944) es uno de nuestros más prolíficos, publicados y representados autores de teatro para niños y títeres.
Sus textos desde La Amistad es la paz, 1964 que marcó su debut como dramaturgo, han sido llevados a escena por la agrupación que dirige, por varios grupos de la isla y también del extranjero como España, México, Brasil; además de ser representados en más de una docena de países de América y Europa.
Su obra dramática – amplia y diversa – puede clasificarse en las siguientes categorías: Recreaciones de cuentos tradicionales de origen europeo (La caperucita roja; Historia de la Caperucita Roja y el lobo feo, pelado, peludo, patizambo; Otra vez caperucita y el lobo (1991) Se busca un lobo para Caperucita (1998; Caperucita Roja (2009), La Cucarachita Martina, entre muchos otras; Recreaciones de patakines de origen africano (El Gran Festín, Los Ibeyis y el Diablo; Ikú y Eleguá, Okín, pájaro preso que no vive en jaula, entre otros); Dramatizaciones de grandes obras de la literatura para adultos (Danilo y Dorotea, sobre Casa de Muñecas de Henry Ibsen); Dramatizaciones de obras de la literatura para niños (El poeta y platero, inspirada en Platero y yo, de José Ramón Jiménez, Feo, Hans Cristhian Andersen); la ficción escénica como referente: específicamente el circo (el ciclo de obras inspiradas en el arte del clown); Modelos de relaciones con la naturaleza (Dos, tres nubes azules, de tema ecológico); Dramatizaciones originales de acontecimientos históricos (Tierra a la vista, sobre el tema de la conquista); Modelos de sociedad, que en la realidad cotidiana como escenario de la ficción, en la que se insertan Disfraces y los textos de la trilogía Niños Escondidos.
Los textos que se recogen en la trilogía son Ángel o cualquier día de la semana; Debajo de la cama o la Comadrita; Los mangos encendidos o la discordia de los mangos.
El niño, como personaje, ha estado desde 1966 en la dramaturgia de Fernández Santana con La Guitarra de Felipito, pero este ha ido mutando como ser social y como arquetipo, de la misma manera que el autor durante las diferentes etapas de su creación buscando, desde la experiencia personal, nuevas maneras de reescribirlo y llevarlo a escena.
Disfraces, una obra de 1992, que representó a Cuba en el XI Congreso Mundial de la ASSITEJ, celebrado en La Habana, es un ejemplo de su dramaturgia, donde el niño está en el centro de los conflictos sociales, la familia, la escuela, y la propia sociedad.
Los tres textos de Fernández Santana publicados en el 2010, en Los niños escondidos, son una manera de demostrar la inquietud y vitalidad creadora de un autor maduro, veterano, que intenta – siendo fiel a su poética – otras vías más eficaces de dialogar con el niño contemporáneo.
Todas las configuraciones de personajes están protagonizadas por niños, llamados Ángel y Socorrito; Carmelito y Carmelita y Ramonín y Raulín. Los otros personajes son madres y padres, una abuela, vecinos y amigos de los padres. Otros niños o niñas de diferentes edades.
En la mayoría de los casos patentes (presentes en escena) y en otros latentes (en lugares contiguos a la representación), como La Madre de Angel, que el autor ubica siempre sentada desde el público, una sugerencia que tiene una connotación simbólica: separación, alejamiento, despreocupación, lo que acentúa la soledad de los niños y el abismo que el adulto crea con sus hijos. Es una voz, pero jamás una presencia.
De la misma manera, personajes como los amigos del padre de Ángel, los vendedores o el radio y el locutor, el televisor y el animador o presentador, el periódico y el periodista son personajes episódicos, que interfieren desde el afuera hacia el adentro, con una realidad marcada por la banalidad, la desinformación, las carencias cotidianas o como ayuda a los obstáculos que se le presentan a los infantes, en el caso del protagonismo positivo que le otorga el autor a lo mediático, a la movilización social.
De la trilogía – que se conecta temática y estéticamente con Disfraces (1993) – quisiera detenerme en el primer y último texto, porque son los que se adentran en zonas levísimas de lo que puede ser tabú en la dramaturgia para los infantes.
Angel o cualquier día de la semana (los amigos – miércoles, martes, lunes – y amigas de sus padres – lunes, martes y miércoles) se mueve entre lo subjetivo y lo objetivo, lo que realmente ocurre (se patenta) y lo que está en la imaginación de los niños (narrado y a la vez patentado, como los son los rateros, personajes de una novela del padre de Socorrito), lo que acerca el texto a lo metateatral.
En este texto destaca ante todo el tratamiento de la soledad, la incomprensión y el irrespeto al universo infantil por parte de los adultos y a este como individuo; el desamparo, la violencia (verbal y hasta física, demostrado a través del no reconocimiento y de la agresión) sobre el niño.
El uso de palabras tabú como por ejemplo, culo, nos muestran el desenfado y la irreverencia en el lenguaje utilizado y especialmente, un elemento que me parece inquietante, como el tratamiento de escenas sexuales, que van más allá del beso (recordemos las escenas del beso, beso, entre niños en las escenas de Bastián y Bastiana, de Esther Suárez Durán en Mi amigo Mozart – porque aquí Fernández los desnuda y ellos hablan de sus genitales, se los admiran y tocan, como aparece anteriormente representado en A la paz de Dios, del español Vicente Leal Galbis, texto premiado en el I Concurso de Dramaturgia Infantil, en España.
En Ángel o cualquier día de la semana se habla de la muerte y las emociones, que produce en el infante la pérdida de los seres queridos. En Socorrito, la madre; en Ángel, la abuela.
En “La Comadrita”, el personaje de la abuela muerta, está en el mueble como objeto simbólico y se patenta en escena, a partir del recuerdo de los dos niños.
Fernández Santana logra combinar en los diálogos de sus personajes, la fusión de la memoria de recuerdos físicos, con los sinestésicos y la metaforización del acto de morir (desaparición, metamorfosis) con el uso de signos como la oruga y la mariposa, de una belleza visual y una connotación humana y teatral, eficaz y provocadora, con la que el autor maneja la cercanía, el amor, el afecto, la mutación (recordar que el juego preferido de Ángel es dejar que las orugas caminen por su vientre, lo que puede ser leído desde diferentes perspectivas simbólicas) y por lo tanto, elabora una metáfora hermosa, reveladora de un discurso que fusiona imágenes simbólicas con otras más realistas.
Y que culmina con el vuelo de los niños, persiguiendo ese recuerdo de sus seres queridos, que los acerca a la muerte, a la metáfora que Fernández Santana ha construido poéticamente. En el aire, alejado del suelo, en una soledad onírica, encuentran lo que ansían, su libertad, su reencuentro con sus mejores recuerdas y sin embargo al pisar suelo (escenario, escribe, dándole la connotación técnica del dramaturgo director que es) vuelven a una realidad caótica, alucinada, marcada por lo sonoro (timbre de teléfono, puerta) mientras tras el silencio, ambos niños logran defenderse de todas las agresiones, soñando.
Los mangos encendidos o la discordia de los mangos, es un texto que se inserta en el modelo del niño y su defensa del entorno, pero también en la de su ser íntimo y sus intereses como individuos de una sociedad determinada, que los debe respetar, y en lo que encuentran – traumáticamente – lo contrario.
Los niños no cuentan en el entramado social donde los han ubicado, nos dice de alguna manera en los tres textos Fernández Santana a través de la voz de algunos adultos, especialmente – en este – con la voz de Leoncio, el padre de Ramonín.
Hay una zona de la obra que me inquieta, más allá del conflicto que se genera por el árbol entre las dos familias y es la enfermedad de Raulín. Este es un tema fascinante y no abordado en nuestra dramaturgia, salvo en Los Zapaticos de Rosa, versión de Rubén Darío Salazar para Teatro de Las Estaciones sobre el original de José Martí.
Es conmovedora – en la puesta – la escena de la niña enferma y pobre.
Apunto que el tratamiento de asuntos tabú, a veces planteados en el corpus textual de una obra, pueden ser enfatizados o desvirtuados (suavizados con diversos recursos que van desde lo lúdico, lo banal, el enmascaramiento…) escénicamente en la dramaturgia espectacular.
Recordé leyendo Los mangos encendidos o la discordia de los mangos el impacto que producen (y me produjeron), para poner algunos ejemplos, la noveleta ¿Y dónde está la princesa?, de Luis Cabrera (niños enfermos de SIDA); el serial Sala 404 (con cáncer) y el conmovedor corto de ficción alemán Helio (la historia de un niño con cáncer, su relación con un empleado del hospital y su enfrentamiento a la muerte) o la lectura de Lux, de Gretel Giroud, mencionada en el Concurso Dora Alonso.
Fernández Santana nos habla de una zona compleja en el universo del teatro para niños, el de su enfermedad, pero su tratamiento queda relegado a un segundo plano textual dentro de la historia. No es un defecto, sino una perspectiva autoral.
La discordia con la mata de mangos – de nuevo lo afectivo, la tradición, la relación entre familias (afirmada en ciertos valores ancestrales, en desequilibrio por razones donde se privilegia los intereses individuales por encima de los espirituales) afecta a todos, pero especialmente al niño que pinta incesantemente el árbol, que es su horizonte, desde la única ventana donde puede ver el exterior.
La incomprensión, la insensibilidad, la agresividad, la violencia social física o verbal, el irrespeto a la tradición y a las esencias, sobre las que se estructura (o debían fundamentarse) los valores de la familia, como núcleo de la sociedad; la ira, el enojo, la carencia de piedad y compasión por el otro, el egoísmo por una parte y por otra, el valor de la amistad, manifestada enfáticamente en los infantes, la comprensión, el afecto y la solidaridad, incluida la del mismo Leoncio, (es interesante la complejidad de la caracterización que de él hace el autor) que quiere cortar el árbol; pero imparte clases de educación física (por obligatoriedad instituida o por auténtica solidaridad) al enfermo, en su casa.
René Fernández Santana nos entrega con estos textos, su visión del niño contemporáneo y especialmente, la manera en que estos se enfrentan a la muerte, la soledad, la incomprensión o sus enfermedades.
Una dramaturgia, que nunca llega a ser todo lo “dura” que pudo ser – cuando la comparamos con otros textos, por ejemplo la crudeza, la agresividad, lo descarnado en los de Yerandy Fleites: Cabeza de caballo (Premio La Edad de Oro) o Balada Jake y Mai Britt (Premio La Edad de Oro), y que se encuentra en las líneas creativas, de textos y puestas, como Los zapaticos de rosa, (recordar que en Martí, como punto de partida la muerte, la enfermedad, forma parte de sus temas), Un niño llamado Pablo, de Rubén Darío Salazar; Pinocho, corazón madera, de Norge Espinosa Mendoza, o Los dos príncipes, de María Laura Germán – pero que apela a otras perspectivas estéticas, que crecen sobre su poética, la que ha sedimentado durante más de cincuenta años, indagando, buscando perennemente y construyendo un imaginario dramático, que lo sitúa entre el más reconocido de nuestros autores dramáticos para niños, tanto en el panorama nacional, como en el internacional, entre los que se resalta la condición de Dramaturgo Inspirador, que se le concedió en el Congreso Mundial de la ASSITEJ, en Ciudad del Cabo, Sudáfrica.
Acercarse a las diferentes aristas, de la dramaturgia de René Fernández Santana (Premio Nacional de Teatro), es una manera de rendirle homenaje a sus consecuentes aportes a la dramaturgia cubana, los acercamientos al niño y la trayectoria de 60 años de un colectivo, que ha liderado y llevado a las alturas, Teatro Papalote, de Cuba.
*De libro Tabú y otros temas en la dramaturgia para niños en Cuba, inédito.