De pequeña fui soñadora. Miraba la televisión o leía un libro y después me imaginaba protagonista de esos cuentos o episodios. Figúrense, cerraba los ojos y hasta me sorprendía en lugares inimaginables, rodeada de seres que no eran más que ficción.
Ahora cuando recuerdo esas cosas me doy cuenta de la ingenuidad que nos acompaña durante esa etapa de la vida. Eso lo pude corroborar luego, mientras trataba de responder de la manera más acertada posible a los porqués de mi hija, que con igual candidez, intentaba hallar respuestas a sus inquietudes.
En verdad, convencerla en varias ocasiones no fue tan fácil, pero al final lo lograba, pues, es muy cierto que aunque llegamos a ser adultos, perdura siempre en nosotros un niño interior que aflora cuando menos lo esperamos.
Si bien en aquella época no existían muchos juguetes, ni celulares, playstation, ni computadoras; el mayor placer era, para las hembras calcar en papel de china grandes dibujos de esos que bordan las costureras, vestir muñecas o jugar a las casitas; mientras ellos optaban por las bolas, la pelota, la chivichana o los ‘agarrados’.
Éramos felices, sin apenas saber por qué. Creo que para nosotros el mundo se resumía a Cuba. Sí, con solo ocho años doné uno de mis pocos trastos para los niños vietnamitas, pero aquella historia que contaba la maestra nos parecía tan lejana que más que todo queríamos demostrar que habíamos aprendido a ser solidarios.
Hay que espigar un poco para conocer el motivo de esa dicha. Hay que ver cómo crecen las generaciones sucesoras para valorar cuánto significa verlos alegres, pícaros, inteligentes, traviesos, y hasta cada día menos ingenuos. No por gusto se dice que ahora los niños nacen sabiendo.
Eso sí, nunca los abandonarán los porqués y habrá entonces que buscar el momento preciso para explicarles los motivos por los cuales el tercer domingo de julio es un día de fiesta en Cuba. Y quizás sea hoy la mejor ocasión.
