A 60 años de aquella horrenda injusticia, evocamos al joven que apostó por la vergüenza y la dignidad
El odio de los marines norteamericanos no le permitió a Rodolfo Rosell Salas conocer a su hija Reina ni cumplir 30 años de edad. Él era un pescador miliciano y eso fue suficiente para que los asesinos lo ultimaran en aquellos días de julio de 1962, justo a la entrada de la bahía de Guantánamo.
Encima de su embarcación Las dos hermanas, lo abandonaron después de golpearlo salvajemente hasta provocarle una hemorragia intracraneal y herirlo varias veces con un instrumento punzante. Ahí lo dejaron, a la deriva y sin vida.
Él había salido de su hogar en Caimanera el día 11 de julio. Un beso a su esposa y una caricia al vientre que resguardaba a su tercer descendiente serían, sin saberlo, su despedida eterna.
En su empeño estaba descubrir el mejor cardumen para traerlo a tierra. En esta ocasión iba en compañía solo de su perro, pues el colega de labores no se presentó.
Parecía un día cualquiera de trabajo, con el deseo de regresar temprano al hogar para abrazar a sus pequeños Maricela y Rodolfo, de siete y cinco años, respectivamente, y hasta le comentaría sobre los secretos del litoral para enamorarlos de ese pedacito de Cuba.
Él no desconocía el peligro que significaba atravesar el canal de entrada de la bahía de Guantánamo, territorio que ilegítimamente ocupa Estados Unidos desde 1903. Sabía que a ambos lados estaban apostados los soldados norteamericanos que una noche le dispararon, aunque él no desistió de su labor.
La demora en su regreso alertó a su esposa, quien previno a los integrantes de la cooperativa pesquera Gustavo Fraga para la que él trabajaba, y a los guardacostas.
El día 13 fue hallado en un cayo cercano a su poblado. Los ladridos enloquecidos de la fiel mascota advertían que algo había sucedido. Sobre la popa del bote el cadáver boca arriba ya se descomponía.
Constituía este un espantoso crimen hacia un humilde pescador que defendía la causa revolucionaria, y orgulloso vestía el uniforme verdiazul y rebelde. Cuenta la prensa de la época que su sepelio fue una estremecedora manifestación de duelo, en la que el pueblo rechazó la barbarie perpetrada por los norteamericanos.
A 60 años de aquella horrenda injusticia, evocamos al joven que apostó por la vergüenza y la dignidad junto a la Revolución, un mártir que conforma, al decir de José Martí, «el altar más sagrado de la Patria». (Tomado de Verde Olivo)