Ingrid Bergman acaba de abandonar el establecimiento. Humprey Bogart se recuesta al piano de cola. “Tócala de nuevo, Sam”, solicita. El cantante entona ese tema rompealmas y al tipo duro lo destroza la nostalgia. Como en Casablanca, cientos de películas y otros productos comunicativos han ayudado a fabricar el misticismo de la relación entre los bares, la música y la nocturnidad. En Cuba no es diferente: el bolero se escucha mejor, con más feeling, en una cantina, que desde la platea.
Varios establecimientos del país se suman a esta tradición. Diríamos, si corremos las cortinas de la nostalgia y la alcoholemia, que transforman sus locales en espacios culturales, a través de la contratación de solistas o agrupaciones de pequeño formato.
El resurgimiento y luego la propagación del trabajo cuentapropista ocasionó que la realidad cubana necesitara una reinterpretación, como sucede cuando se introduce una nueva variable en una ecuación. Dicho cambio se puede apreciar, sobre todo, en lo social y en lo económico. Sin embargo, lo cultural no se libró de su influjo y necesitamos más acercamiento desde lo teórico a dicho tema.
De un momento a otro en Matanzas comenzaron a proliferar los bares. En ello intervinieron varios factores como la deficiente oferta estatal de recreación nocturna y el alto nivel adquisitivo de una parte de la población debido a la cercanía de Varadero, entre otros.
Donde haya negocios privados existirá la competencia; al final, las sillas no se llenarán solas. Desde las decoraciones vintage hasta la calidad de los ron punchs, todo sirve como arma. La contratación de artistas para amenizar las veladas también es una de ellas. Quizás encontremos un mecenas de buen corazón que lo haga por amor al arte; pero, de una manera u otra, siempre habrá ganancias. Nadie juega para perder.
En verdad, el único beneficiado no es el dueño de los bares; también el artista, porque así cuenta con otro sitio para presentarse: es decir, promoción para su obra y una fuente de ingresos. Por sus implicaciones económicas este fenómeno se asemeja mucho a uno que viene desde hace más de dos décadas: la emigración de intérpretes e instrumentistas hacia el sector del turismo.
Sin embargo, los bares de la ciudad son frecuentados sobre todo por un público nacional y, aunque en esta polifacética Isla sí haya un mainstream (el reguetón, la música popular bailable, entre otros), junto a él sobrevive lo underground, que también posee adeptos. Estos posibles clientes les abren las puertas a géneros como la trova, el rock, la fusión, que normalmente cuentan con menos visibilidad.
No constituye un secreto que el sector de la cultura no escapa al complejo contexto económico que atraviesa el país, por lo que en lo adelante se vuelve imprescindible invertir con más inteligencia, porque aunque los establecimientos privados sean una alternativa viable, tampoco pueden sostener la vida espiritual de una urbe.