Un mal que enferma a la sociedad

Convivir con la marginalidad y la mala educación nunca será una opción. La interacción social precisa, necesariamente, de normas para sostener la moral y las buenas costumbres. La decencia y el buen comportamiento, principios que nos han caracterizado como nación, han de distinguirnos siempre.  

Convivimos todos los días con las indisciplinas sociales. Si no, ¿cómo entiende usted que a la cabina telefónica de San Luis a cada rato le falte alguna pieza; o que destruyan y hurten los bancos al parque de la Terminal de Ómnibus; que haya surgido hace poco un vertedero en la esquina de Manzano y Zaragoza; o que al centenario puente de Tirry le aparezcan, de vez en cuando, algunos letreros en su estructura?

Estas, de gran impacto social, por afectar a un mayor número de personas, no son las únicas. Pensemos en el vecino o en el centro recreativo que nos tortura con su música desde el alba y “hasta que se seque el malecón”. O en ese que tira balcón abajo cualquier cosa, o el que grita de un lado a otro de la calle esas malas palabras, que no por utilizadas en contexto, dejan de ser menos agresivas y obscenas.  

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Estos actos ocurren por lo general ante la mirada cómplice o indiferente. Girar la cabeza hacia otro lado para no ser blanco de represalias o no buscarse problemas es, en la actualidad, un mecanismo de defensa “efectivo”, si tenemos en cuenta que quienes asumen estas conductas responden casi siempre con una actitud violenta y baja receptividad.

La mayoría coincide, como es lógico, en que para combatirlas o reducirlas al mínimo existe un cuerpo de inspectores y agentes del orden encargados de velar, además, por el respeto a las más elementales normas de convivencia y civilidad. Sin embargo, la realidad indica que todavía escasean la exigencia y control por parte de las autoridades, lo cual, unido a otros factores, hace que muchos de estos comportamientos queden impunes.

“Entonces, ¿por qué enfrentarlas yo, si a mí no me pagan por eso?”, dirán unos y justificarán estas conductas con las carencias, la premura con la que se vive, la escasa vigilancia popular e institucional y la apatía. También con el deficiente funcionamiento en algunos lugares de organizaciones como los CDR y la FMC, que antes desempeñaban un papel más activo en preservar el orden y la tranquilidad en el barrio. Todas opiniones válidas.

Otros dirán que la chabacanería, el mal gusto, la escasa importancia dada al aprendizaje de la educación formal y al civismo se han enraizado en la sociedad cubana y se convierten en prácticas comunes, menos censuradas que antaño, y en detonantes para el vandalismo, la falta de respeto y la agresividad. Los más le darán la espalda al problema y pocos harán el intento de corregir. 

“No son tiempos para meterse en líos”, sentenciará la vecina a la que el hedor del orine en el poste no deja dormir, mientras repite que “al que coja ahí ya ustedes saben”. Y de eso precisamente se trata. No de cortar nada, sino de cuidar nuestro pedacito, ese que nos duele y por el que trabajamos para mantener agradable y embellecido.

Por ello, la pelota no ha de pasar de mano en mano, pues la comunidad es quien primero siente los efectos del vandalismo, la desidia y muchas veces de la morosidad a la hora de corregir el problema. Cuando dejemos de obviar que estas actitudes irresponsables e inmaduras generan malestar y perturban la estabilidad ciudadana, estaremos aportando también al progreso y dejando sin margen a la ilegalidad y el delito.

Convivir con la marginalidad y la mala educación nunca será una opción. La interacción social precisa, necesariamente, de normas para sostener la moral y las buenas costumbres. La decencia y el buen comportamiento, principios que nos han caracterizado como nación, han de distinguirnos siempre.  

(Caricatura por Miguel Morales Madrigal)

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Sobre el autor: Jessica Acevedo Alfonso

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