Altos, calvos, flacos, corpulentos, con bigote o espejuelos… Cada quien guarda su propia descripción de la figura paterna que hizo posible el milagro de su existencia. Un hijo no puede elegir un padre. Llegas al mundo desnudo y ahí está él. Nadie puede cambiar que en tus venas fluya su sangre con la misma fuerza del lazo materno.
Mucho se podría debatir sobre el nexo biológico o el acto formal de recibir su apellido, pero no voy a centrarme en los padres calendario, que aparecen de fecha en fecha para pagar la manutención; mucho menos en los evasivos, que con tal de librarse de obligaciones afirman que ese retoño no es suyo, aunque luego el niño tenga sus mismas orejas y se cumpla al pie de la letra el refrán popular “hijo negado sale pintado”.
Voy a referirme al padre presente, aquel que ejerce una paternidad responsable dentro del hogar, y se convierte en sostén espiritual para sus primogénitos. Más aún, voy a reconocer a los cubanos, esos que han dejado atrás siglos de patriarcado y saben que asumir roles los engrandece.
Para suerte de nuestra sociedad, a muchos les viene como anillo al dedo el estribillo “¡qué maravilla es ese papá!”. Ya no solo por saber lavar, planchar y cocinar, sino también por hacerle el moño derecho a la niña y hasta elaborar el mejor puré.
En ellos encarnan la fuerza, la complicidad y la confianza. Siempre se fotografía el rostro de la madre recién salida del salón de parto, pero habría que enfocarse así mismo en ese padre que acompañó el embarazo, que sufre los dolores de la espera, hasta que un cuerpo diminuto se asoma a su encuentro y el amor rompe límites preestablecidos.
Cuando se habla de sensibilidad, se alude por lo general a las madres, pero de los papás hay que escribir no pocas historias. “Vamos Manolo, que la niña no te vea así”, le dijeron, por ejemplo, a aquel hombre llorando a moco tendido en la puerta de la escuela, mientras su pequeña iba toda alborotada a vivir su primer día de clases.
Habría que colocar una medalla de besos diariamente en el pecho de esos seres que, tras salir del trabajo, pasar por las discusiones con los carretilleros, sortear los laberintos del transporte y otras tantas odiseas, llegan a casa y cumplen el deseo de jugar a las escondidas, empinar papalotes o exprimirse el intelecto para buscar el modo más efectivo de repasar Matemática.
Por eso no es de extrañar que para algunos aquello de convertirse en suegros y compartir el cariño de su princesa sea al inicio un proceso complejo. Sobre todo si el nuevo gallito del gallinero se sienta en su sillón preferido y le dice: “Puro, usted sabe que le descargo de verdad a su hija”.
Un epígrafe aparte sería preciso para encumbrar, además, a los abuelos, padres por segunda vez, con la paciencia programada para consentir a los nietos. ¡Qué privilegio crecer bajo sus historias, sus canciones y abrazos! Eso sí, ni intente entender por qué a usted jamás lo dejó subir los pies en los muebles y ahora a sus hijos les presta hasta la plancha postiza para jugar a las casitas.
Y todavía, luego de ver a un “papá modelo”, las personas se atreven a decir que cualquiera puede ocupar su lugar. Habría que verlos rompiendo paradigmas en nombre del amor, ganando el respeto con ternura, desvelados en las noches más difíciles, donde es preciso ser refugio.
Algunos me han comentado con cierta molestia que el Día de las Madres se anuncia cada tres minutos en la pequeña pantalla, y se comercializan postales con diseños muy atractivos, mientras que el tercer domingo de junio por poco pasa desapercibido. Yo, que tengo el mejor papá del mundo y he visto cómo brillan los ojos de mi esposo junto a nuestro pequeño, les digo a todos que no basta una jornada, que todos los días deberían tener algún instante donde los abrazos apretados y la gratitud sean para los Padres.
(Caricatura por Miguel Morales Madrigal)