Carilda, y el pecado de releer (+ Video)

Carilda Oliver Labra, novia de Matanzas

Carilda Oliver Labra. Foto: Juvenal Balán.

En la vida de toda persona lectora llega, más tarde o más temprano, un dilema existencial: releer o no releer. La conciencia abrumadora de que el tiempo no alcanzará supone decidir: conquistar nuevos títulos o volver sobre aquellos que ya una vez se disfrutaron.

La decisión depende de muchos factores y cada cual la toma a su manera, en un sentido u otro, y mezclándolos. Releer, no obstante, es siempre un placer y una sorpresa, más aún si pasaron varios años de la primera conversación con el texto. Nunca somos iguales y, por tanto, las palabras no lo serán tampoco.

Quizá en ningún otro género literario como en la poesía se advierte ese modo en que un libro que leímos nos habla de diferente manera, según sean para entonces nuestros dolores, alegrías o descubrimientos existenciales.

En un reencuentro con Carilda Oliver Labra (Matanzas, 1922 -2018), a través de la antología Una mujer escribe (Ediciones Matanzas, 2012) añadí nuevos subrayados, me estremecí por poemas que habían pasado desapercibidos para mí antes, y confirmé que es ella (Premio Nacional de Literatura, 1997) una voz imprescindible de la lírica en Hispanoamérica.

Próximo está (6 de julio) el centenario del natalicio de Carilda, esa mujer que vivió con «un hambre de todo, casi fiera»; y se impone volver a su obra, para hacerle justicia, y desterrar tanta visión reduccionista que la circunscribe al erotismo como si fuese tacha.

Carilda, a quien los críticos enmarcan, por razones estilísticas, dentro de la Generación del 50, es una poeta-puente entre el neorromanticismo y el coloquialismo; sus textos, donde lo vivencial y lo íntimo son centrales, muestran un dominio de lo poético que no se puede aprender ni fingir.

«¡Qué bueno es abrazar todo el planeta / En Calzada de Tirry ochenta y uno!», escribía; y también: «Hablo con todos». Desde esa tierra que quería toda sobre su tumba, desde ese deseo de totalidad, versó sobre los dolores más hondos: el hijo que apenas abultó el vestido; el duelo por el esposo muerto; la emigración de los seres queridos…

Carilda decidió por Cuba, decía que «es más huérfano el ausente» y se declaraba maravillada por el «misterio del hombre que se quema / para volverse el pan que necesitan otros».  De su veneración por quienes saben darse, habla un poema tan rotundo como Conversación con Abel Santamaría: «Aquí convoco / tu córnea interminable / persiguiendo el mal con una lágrima, / la pupila / oráculo de tu hermana, / rebelde, / pariendo luz dentro del polvo».

Carilda siempre buscó la libertad, «como una enferma», y ello le ganó el ostracismo; hubo quien quiso ver enajenación en versos como: «No habléis tanto de cohetes atómicos, / que sucede una cosa terrible: / he besado poco».  «Nunca podrán quitarme el ala con que sueño», respondió ella, y no dejó de creer en los partos de la tierra.

«¿A mí qué me dicen los pesimistas, / los mentirosos? /… Yo los exprimiré uno a uno, / dura y libre, / hasta que sea la esperanza». Y fue.

Carilda se hizo mito y no desesperó ante ese hecho; con una sonrisa pícara asumió la estela de mujer fatal, endilgada por una sociedad no habituada a que ellas ansíen «esa salud colérica / con que nos mata el hambre de otro cuerpo»; y menos que escriban que hubo hombres que le sirvieron de verano.

El erotismo, que es solo una parte de su obra, y que es tan frecuente y poco señalado en los poetas hombres, lejos de disminuirla, la agranda. Pequemos con Carilda, releyéndola, y poniendo en boca de mujer, versos tremendos:

«Mañana volverá nuestra emboscada / de besos milenarios y futuros. / Mañana –pienso– y se me vuelven puros / los vicios de esta carne enamorada. (…) Mañana bajo nubes, bajo hierros, / nos amaremos desusadamente / como profundos astros, como perros».

(Tomado de Granma)


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