Inesita, o la historia de un concierto contra su voluntad.

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Aunque en tan solo minutos comenzará un concierto en su honor, Inés María Hernández no parece esta noche una persona halagada, mucho menos tranquila. Sentada en una amplia butaca señorial de la primera fila de la Sala White, la profesora de piano más prestigiosa de Matanzas clava la vista en el suelo y procura pasar inadvertida. Tal parece que se empeña en inventar una disculpa convincente y marcharse a toda prisa. 

Cuando no le queda más remedio, disimula su nerviosismo en el saludo solícito que le regala al público, mientras su rostro encanecido se refleja en la piel brillosa del Steinway&Sons que tiene a unos metros y en el que tocarán, para ella, algunos de los alumnos más notables de las escuelas de arte de la ciudad.

¿Te encuentras bien, mami?- averigua María de los Ángeles Horta más por desperezarla que por curiosidad. La también pianista y pedagoga acaricia las manos de Inés y aguarda a su lado los minutos que restan para el inicio de esta velada que ella misma organizó bajo el nombre de Huellas, en alusión al legado de su madre y de todos los profesores de la enseñanza artística.   

Porque un verdadero maestro puede crear, romper tabúes y cadenas, que es en definitiva la esencia del ser humano: convertirse en creadores de sueños y esperanzas, escribió en la invitación oficial de esta noche.

No obstante, el espectáculo que en unos minutos iniciará estuvo a punto de ser un deseo frustrado por el carácter de la Maestra Inesita como la conocen todos, una mujer discreta y renuente a todo tipo de homenajes, en primera porque ´no quiere morir al día siguiente’ dice risueña, pero sobre todo porque no cree necesario exaltamiento alguno. 

Fíjate que yo nunca he escrito mi autobiografía ni nada que se le parezca, y por esa gracia he dejado escapar alguna que otra condecoración. Es que a mí no me interesa. Escribir sobre uno mismo me parece ridículo.

No sabes lo que costó tenerla sentada ahí, me dice María momentos antes de consultar el reloj, levantarse y acallar las murmuraciones del público. Esta noche necesitamos silencio absoluto, solicitó y de inmediato se desvanecieron las luces de la sala. El concierto comenzó.


Inés María Hernández llegó a la música para cumplir un sueño ajeno, pero que en poco tiempo se le volvió irrenunciable.

Desde pequeña su madre depositó en ella las ilusiones que en su juventud le fueron negadas, ante la presión de relegar cualquier actividad que la apartase de su condición de madre y esposa, máxima prioridad para las mujeres de su época. 

Entonces se prometió que mientras viviera, su hija no heredaría las frustraciones de su pasado, por lo que a pesar de los limitadísimos ingresos que recibía como ama de casa nunca escatimó los tres pesos que costaban las sesiones de clase con un maestro particular. 

Practicaba en casa de los vecinos o en cualquier institución donde hubiese un piano, hasta aquel momento inaccesible para la economía de mi familia, recuerda Inés, quien asumía las lecciones con silenciosa devoción, deslumbrada con  un nuevo lenguaje que le permitía indagar en la intimidad del alma y según la destreza de sus dedos, remover las emociones de las personas, hablarles, hacerlas feliz. 

Por las noches se sentaba a tocar acompañada de su madre, cuyo canto le orientaba para retomar la línea melódica cuando se saltaba alguna nota de la partitura.

Ella poseía una sensibilidad increíble, tan aguda que le suplía su escasa instrucción. Muchas veces nos agarraba la medianoche en estas ‘veladas’ que llegaron a convertirse en una tradición familiar hermosa, de las más entrañables de mi infancia.

Ya en la juventud descolló por su inusitada maestría, tan rotunda que fue incluida en el claustro de la primera escuela de arte que surgió en la provincia tras el triunfo de la Revolución. En corto tiempo llevó a sus alumnos a ganar los más famosos certámenes y concursos, entre ellos, las ediciones del Festival Adolfo Guzmán de Música Cubana. 

Hasta hoy Inés Hernández no ha realizado otro oficio, por lo que conserva su piano como una vieja reliquia en cuya música encuentra alivio a las dolencias y desconsuelos de sus 74 años.

Cuando me levanto con las piernas inflamadas, por ejemplo, apenas escucho las primeras notas siento un alivio gradual, como si cayera bajo la influencia de un medicamento invisible y potente a la vez, el único que me sana, dice convencida.


Durante la gala, una gran cantidad de alumnos expresa su gratitud por las lecciones de rigor y disciplina que Inesita les impartió. A la mayoría los conoció con siete años de edad, cuando se insertaban en la Enseñanza Artística, y luego se han convertido en sus colegas y amigos. 

Concierto Huellas, dedicado a Inés María Hernández, desde la Sala White

Definen como una bendición la convergencia de sus caminos por tantos años, su cercanía a una mujer a la que confían sus más diversas preocupaciones, aunque en la escuela te tenía pánico por lo exigente que eras, recuerda una de las testimoniantes e Inés sonríe, con la risa suspicaz y mansa de quien sabe que su función no resulta grata a las personas que quiere; pero a la vez, reconoce que será lo mejor para ellas. 

“Solo me daba a respetar. La educación conlleva exigencia, no para herir o destruir a nadie, sino reanimarlos. Muchas veces recibimos a niños presionados por prejuicios e inseguridades que yo, dentro del aula, intento destruir. 

Para lograrlo los incita a rebasar su autocomplacencia y desde la provocación los conmueve, agita y entusiasma, hasta que perfila la verdadera capacidad de los muchachos. 

Concierto Huellas, dedicado a Inés María Hernández, desde la Sala White

Por ejemplo, tenemos el caso de Emily, una niña que inicialmente desaprobó los exámenes de ingreso a la escuela. Sin embargo ahora cursa el tercer año y hace poco ganó el Primer Premio en el concurso internacional América para todos, lo que demuestra el enorme potencial interno de estos pequeños, solo tienes que desentrañar la forma de estimularlos. 

Y es precisamente a Emily Ruffín Lezcano a quien aplauden ahora en la Sala White, tras su impecable interpretación de las piezas de Shostakovich y Ernán López Nusa. Inesita se inclina hacia adelante y le besa la frente, como ha hecho con cada uno de los niños que se ha presentado esta noche. Cuando tocan, sus ojos húmedos y expectantes parecen guiar los finos dedos sobre el teclado. 

Concierto Huellas, dedicado a Inés María Hernández, desde la Sala White

Ya no siento diferencia entre las palabras madre y maestra. El afecto que se establece con los estudiantes es tremendo; hay días en que suspendo la lección porque los noto atormentados o simplemente tristes. Entonces solo converso. En la medida que los conoces te comprometes, se hacen cada vez más íntimos, más familiares, y los quieres como tal.

La propia María de los Ángeles asegura que, con los años, el tono firme, inapelable de la voz su madre ha sido remplazado por un acento compasivo que le quita autoridad a sus palabras, y matiza con dulzor su seriedad.

Concierto Huellas, dedicado a Inés María Hernández, desde la Sala White

Los niños la adoran, asegura ella antes avanzar hacia el escenario para ejecutar los temas finales de la velada; hecho en apariencia inesperado para Inés, que a pesar de su silencio, no pudo disimular la perplejidad. 

Si bien ambas han compartido una trayectoria vital bastante paralela –como pianistas y pedagogas-, las distancia una diferencia irreconciliable. Por una parte, Inés no se ha presentado jamás sobre un escenario, su timidez enfermiza le aparta de los salones y auditorios demasiado concurridos; en tanto su hija ha tocado en salas y teatros de varios continentes. 

—En los conciertos mami se pone muy nerviosa, incluso sufre cada vez que subo a escena. 

Yo no respiro hasta que termina de tocar confiesa Inés Creo que si lo hago puedo confundirla , provocarle un error.

En el pasado ella se opuso de manera radical a que María de los Ángeles iniciara los estudios de piano. Incluso cuando se presentó a las pruebas de aptitud Inés dirigía la escuela de arte y solicitó a los miembros del jurado que, si querían ayudarla, la desaprobaran. 

Lo hacía para protegerla, para evitarle el desgaste que exige el desarrollo de una carrera musical, en la que estoy convencida, es mucho más el sacrificio que la satisfacción. Tan solo un error en una presentación basta para destruir meses de sudor, de consagración, se escuda Inés. 

Ella me lo llegó a implorar, pero nunca pude complacerla. Disfruto la adrenalina ante el público, lo tomo como un desafío que me impongo superar me había dicho María de los Ángeles como parte de un diálogo que tuvo lugar horas antes de que se acomodara sobre la banqueta, deslizara sus manos en el piano y estrenara dos danzones de Alejandro Falcón.

Concierto Huellas, dedicado a Inés María Hernández, desde la Sala White

Desde su trono, Inés se mantuvo inmóvil, con su vasto cuerpo incrustado al respaldo de la butaca y sus manos aferradas a los brazos del mueble. Mientras seguía los movimientos de su hija la anciana arrugaba la frente y parecía hundirse en los cojines poco a poco.

Concierto Huellas, dedicado a Inés María Hernández, desde la Sala White

Solo al final, entre el bullicio de los aplausos y la admiración del auditorio, Inés pareció recobrar el dominio de sí. Se levantó reverenciosamente y se apresuró a abrazar a su hija, que la esperaba con los brazos abiertos. Los ojos de la anciana sonrieron de nuevo, como si acabara de sacudirse un peso atroz de encima. 

Algunos minutos después, y con un hilillo de voz quebrada por los sollozos, le agradeció varias veces a María de los Ángeles, sin dejar de aclararle que, aunque continúa detestando los homenajes, esta noche de concierto se sintió como en sus clases, una mujer plena, vital, feliz. (Fotos: Karla González Horta)


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Sobre el autor: Ayose García Naranjo

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