Me enseña en una foto que bajó de Internet cual era tatuaje original, el que estaría en su antebrazo ahora: un tigre de bengala con un casco samurái, si un relámpago no hubiera impactado contra uno de los tanques de la Zona Industrial.
Si el fuego no hubiera demostrado su entraña salvaje, luz de bengala para la noche de la ciudad y naturaleza tigrezca, entonces como era su objetivo hubiera completado la manga con motivos orientales. El tigre acompañaría al buda y las flores de loto que lleva en el hombro y el templo sintoísta que le sube desde la muñeca. Sin embargo, ahora lo que Eric tiene en su pecho, en el lado del corazón, es en tinta lo que probablemente muchos matanceros y cubanos carguen carne adentro, espíritu adentro: dolor y gratitud.
Eric Muñiz Martínez es el muchacho que la foto de su pecho con la piel aun ligeramente irritada por la aguja ha ido de un muro a otro de Facebook, de estado a estado en Watsapp por hacerse un tatuaje alegórico al sacrificio de los bomberos. Trabaja de dependiente en el hotel Meliá Internacional de Varadero y tiene 23 años. El banner de su perfil de Facebook es el equipo del Madrid que levanta la copa de la Champions League, más abajo en su información personal pone que su apodo es 12 corazones. En fin, es un chamaco normal, como los que hacen cola en los clubes, como los que gritan con rabia ante el gol de la victoria, como los que viven el día a día de esta Isla.
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Para ellos… respeto, agradecimiento, reverencia y amor
Rodney Díaz Trejo, el tatuador, quien tiene un pequeño estudio en la ciudad, me cuenta que Eric había sacado cita tres semanas atrás y que incluso ya habían cuadrado para terminarle la manga con el tigre, pero que el día del turno, llegó con la idea de hacerse el de los bomberos. Era un diseño que también había descargado de la web y entre los dos ajustaron las dimensiones y el sitio donde se lo haría.
“Yo los tatuajes que tengo ninguno tiene significado y por primera vez en mi vida quería hacerme uno que significara algo ¿Me entiendes?”, confiesa.
Los tatuajes pueden tener un fin estético, atrapasueños en la espina dorsal, mariposas en la espalda baja, un tribal en el hombro, un maorí en la pierna; pero también hay quien se los hace como una manera de tener cerca una pasión o un ser querido: la fecha del nacimiento de los hijos en el pecho, una pelota de futbol entre los omóplatos, las coordenadas de Cuba en la muñeca.
Le pregunto a Eric por qué, por qué decide hacérselo, si conocía a alguno de los que murieron, si había pasado el servicio militar en los bomberos, si algo lo unía personalmente a ellos. Me responde que no, que solo los conocía de vista. Cuando más uno de ellos vivía en el mismo barrio que él, Versalles, y era amigo de amigos, y vagamente los recuerda en el segundo plano de una fiesta.
Pienso que en una ciudad pequeña como Matanzas, la mitad de la población conoce a la otra mitad así, de vista. Son la gente que está sentada a dos mesas de ti en el bar, los que pasan como si nada mientras esperas en un banco del parque y se convierten en una memoria fugaz, el que te cede el paso, el que se monta al lado tuyo en la 16 doble. Entonces, sin dar mucha vuelta, le pregunto a secas: ¿Por qué?
“Asere, a mí me dolió en verdad el siniestro, lo que pasó aquí en Matanzas, y más me dolió lo que le sucedió a esos muchachos”, me contesta.
A veces el hombre le teme a lo permanente, a aquello de lo que no te puedes deshacer. El tatuaje – aunque ahora existan cirugías para borrarlos y lo que llaman “tapes” para ocultar los errores de juicio – aún posee esa magnitud de prueba de fe con uno mismo. Después que pasó la aguja, no cabe el arrepentimiento ¿Cuán profundo debe calar un acto, por lo menos más allá del centro de los huesos, para que alguien decida llevarlo con uno siempre? Es homenaje, pero también las x en el calendario que nos recuerda días tristes. “Para mí los más grandes de la historia de Cuba son esos muchachos”, me escribe por último Eric y yo también siento la aguja en el pecho.