Foto: Ayose S. García Naranjo
La lectura de Cuarentena, texto dramático de Ulises Rodríguez Febles que recibió el Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas 2020, nos pone a reflexionar —inexorablemente— sobre las muchas interrogantes que nos deja la etapa que acabamos de vivir.
Esta, la que a todas luces resulta la primera pieza teatral cubana sobre la pandemia, llega a las librerías con el sello de Ediciones Matanzas, diseño de Johann E. Trujillo y edición de Maylan Álvarez.
Su presentación —nasobuco por medio— sucede en un momento en el que apenas nos vamos distanciando de la terrible tragedia global de la covid-19. Sin embargo, fue escrita mucho antes, durante los primeros 40 días desde que la epidemia llegó a Cuba.
Concebida al calor de los acontecimientos, engendra una especie de exorcismo, de catarsis, una manera de conjurar el miedo que en esos momentos iniciales se cebaba en nuestra incertidumbre, en nuestra ignorancia. Es una obra urgente, con toda la belleza y el riesgo que eso entraña.
Cual juego de espejos, cada uno de nosotros puede reconocerse a sí mismo en los personajes, pues son arquetipos del “sujeto pandémico”. Está Fernanda, la madre, la enfermera, que decide cumplir su deber y enfrentar las consecuencias; Marcelo, el padre, quien queda al cuidado del hogar, guardián de los protocolos, egoísta, sí, pero con un egoísmo muy humano; Amalia, la hija adolescente, le toca plegarse a la voluntad de otros, refugiarse en la rutina, constituye también una reflexión de esa no-vida que es el encierro de la cuarentena y Francesco, el extranjero, a él la vecindad de la muerte le hace reconciliarse con su propia existencia, volver a casa.
Por último, dos clases de enfermos, Hugo que representa a aquellos que cayeron por negligencia de otros, porque fallaron los mecanismos que debían protegerlos y Felipe, símbolo de los que enfermaron por pensar “no me tocará, no llegará a mí”.
Van discurriendo los protagonistas en 15 actos breves, concretos. Entre ellos seis “entreactos” que matizan con coreografías, remedios, chistes, recetas y performances. Estas pausas, que abren un espacio de experimentación para los directores de futuras puestas, son el correlato inherente a cualquier drama humano en tiempos de internet y constituyen un recurso dramatúrgico de incalculable valor semántico.
El autor concibe el escenario como espacio donde se materializan las metáforas desde el punto de vista visual: el simbolismo de las zonas (roja, amarilla, libre) como termómetro de los niveles de miedo, la distancia interpersonal que se va agrandando: un metro, metro y medio, dos metros. Evidencia de que el oficio del dramaturgo no es solo escribir, sino también prever cómo se desarrollará la escena y cómo se complementarán el discurso verbal y gestual.
El teatro bebe de la realidad, tiene un diálogo más intenso e inmediato con ella. Desfilan por el texto los sentimientos del momento: pavor, “…es invisible, está acechándonos”; tedio, “Nos quedaremos en casa, (…) mirando las paredes, mirándonos unos a otros”; solidaridad frente al individualismo: “Alguien tiene que hacerlo (…) Alguien, pero no ella”; sospecha, “Siento que soy un peligro, que todos somos un peligro”.
El final —los que entran y los que salen— nos recuerda que la epidemia es un ciclo, una noria de estados y emociones. La pregunta: ¿Seremos iguales cuando acabe todo?, la respuesta no la obtuvo Ulises tras 40 días, no la tenemos nosotros después de casi dos años. Aún no lo sabemos.