No hay nada más injusto que los regaños colectivos. A muchos nos ha sucedido. Recuerdo cuando en la escuela la maestra se paraba frente al aula y la emprendía con quienes eran impuntuales o se portaban mal a su salida del aula. Nunca decía nombre, el sermón era para todos, sin importar si Eduardito madrugaba para no llegar tarde al matutino o si Susanita no movía ni un dedo en su ausencia.
A todos nos metían en el mismo saco, era más fácil que quedarse después del último turno con los indisciplinados y ejercer una labor pedagógica y de convencimiento, para que no se repitiera el incidente; o, en última instancia, analizar las causas de estos comportamientos.
Conclusiones: los impuntuales seguían incurriendo en la tardanza, pues no sentían el peso de la amonestación, y quienes corríamos para estar en la primera fila antes de que tocara el timbre continuábamos escuchando el sermón matutino, con los ojos en el piso y la incomodidad provocada por aquella odiosa reprimenda.
Con el tiempo, supe que esta práctica no era exclusiva de la maestra de la primaria. Se repite, incluso, en otros centros estudiantiles, laborales, reuniones de la más diversa índole y en cualquier otro escenario en el que se torne incómodo o complejo señalar responsables.
Muchas veces alguien discrepa, porque “le parece embarazoso que lo pongan en esa situación cuando él cumple con todo”. Otros, aunque saben que la reprimenda tampoco va con ellos, callan por temor a desentonar; y están a quienes les da lo mismo que se acabe el mundo, “si total, no van a decir nombres”.
También sucede al revés, cuando se pretende hacer creer que todo marcha bien en un determinado lugar y se sabe que más de uno incumple con sus responsabilidades. En estas brechas casi siempre se esconden los oportunistas que se aprovechan de la loa general para invisibilizar sus debilidades.
De cualquier forma, siempre he sido enemiga de las generalizaciones. En todo caso les temo y trato de emplearlas lo menos posible para no exaltar más de lo debido a algunos o ser injusta con otros. Esta tendencia conduce a pensar que todos somos iguales, se opone al cambio y confirma esquemas de pensamiento rígido y distorsionado de la realidad.
También contribuye a crear falsos prejuicios o predisposiciones. “Todo funciona mal”, “Aquí nada sirve”, “La juventud está perdida”, “Son unos corruptos”, resultan algunas de las expresiones que desestimulan y entierran el trabajo de quienes todos los días se levantan con ansias de cambiar, superarse y querer hacer mejor las cosas.
Antes de hablar a la ligera y demeritar la labor de quienes lo hacen bien o camuflarlo bajo el manto de la chapucería de otros, pensemos en cómo nos sentiríamos si, por ejemplo, nos midieran en determinada situación con la misma vara de los ladrones, vagos o corruptos. Seguramente pagaríamos justos por pecadores.
Minimizar los buenos ejemplos o exaltar en demasía los malos es muchas veces también síntoma de egoísmo y mediocridad, de querer sembrar el caos en una sociedad que, si bien padece una fuerte crisis económica y de valores, late aún por la constancia de sus buenos hijos.