
Hay ciudades que necesitan ser contadas. Y otras —como Matanzas— que se bastan con mirarse. Entre ríos que la dividen y puentes que la unen, la ciudad respira un equilibrio entre la historia y el presente.
Su color no deslumbra: acaricia. Sus calles no se exhiben: susurran. Cada muro, cada reflejo sobre el agua, conserva la huella de lo que fue y la esperanza de lo que aún resiste.
Matanzas no busca protagonismo, se deja descubrir. En la mirada de sus niños, en el trabajo de sus hombres y mujeres, en la quietud del valle o el rumor del mar, la ciudad revela su verdad más íntima: la belleza sencilla de lo cotidiano.
Retratarla es, más que un acto de observación, un gesto de amor.













