Hoy niño, mañana señor

Hoy niño, mañana señor

Hoy niño, mañana señor (Foto: Raul Navarro González)

¿Por qué asombra tanto cada vez que alguien, en una situación común, nos trata con los mejores modales? Bueno, razones hay para sorprenderse. De la pérdida de valores sociales llevo escuchando la mayor parte de mi vida, y viviéndola más allá de las clases de Educación Cívica.

“Señor, venga, le enseño dónde es” me dijo hace unos días la pequeña de solo unos nueve años que, con entusiasmo gratuito y celérico, me condujo a casa del zapatero que yo buscaba por un barrio “laberíntico”. Las personas adultas a las que pregunté no me supieron indicar la dirección con claridad, y esa niña atenta interrumpió sus juegos para guiarme a mi destino.

“Señor”. Yo, a mis 27, señor. No estaba preparado. Me resonó tanto la palabra que no pude evitar ese sentimiento de viejo que los de mi generación postean tanto, en forma de meme, cada vez que algo similar les pasa. Pero por algún motivo no lo hice, nada posteé ni me mofé de mi edad percibida por alguien menor en años y tamaño.

Al contrario, me dio por contarlo con la alegría de quien se encuentra una moneda en el asfalto y, aunque no le sirva para comprar nada, la enseña gustoso al volver a casa. Que cualquiera se refiera a ti de esa forma, en las calles que frecuento, ya es un bien preciado. Que ese cualquiera todavía esté en edad de pañoleta, directamente eleva su precio a la estratosfera. ¿Cuánto vale la esperanza, la fe en que un niño salga culto y educado? ¿Es acaso calculable?

Las interpelaciones vulgares, desidiosas o apáticas las tenemos, tristemente, tan normalizadas que se incrementa el valor de uso de la cortesía, la atención y la empatía; como todo bien en el mundo que, si está escaso, ha de cotizarse más alto, por pura lógica. El ejemplo digno de replicar que mi diminuta guía debiera constituir en cada barrio, en cada grupito que juega y mataperrea al aire libre, me temo que es en realidad un rara avis.

No quiero pecar de pesimista frecuente, mucho menos de comparador entre niños mejores y peores: ¡es que entre los propios mayores nos cuesta apreciar esa clase de conducta, tan sencilla y bien encaminada desde el “señor”! Ya después de ese “señor”, lo que me digan va a ser más que bienvenido. Así de estimable es esa distancia del respeto que, si bien nos separa formalmente, en una sociedad con valores perdidos lo que hace es acercarnos.

¿Qué me importa si al llamarme así me infunden, por culpa de los constructos del inconsciente, la sensación de avejentamiento? Se siente raro al inicio, desconcierta como mirarse a un espejo y hallar otro rostro, pero enseguida te repones y agradeces el gesto si sabes que, en el fondo, tú fuiste o te gustaría haber pertenecido a esa estirpe de infantes en peligro de extinción.

Han sido muchos años escuchando el “oye”, “tío”, “chama”, “locol” y demás variantes del “amigo”, “señor”, “muchacho”, etc.; así como llamados, sin un apelativo siquiera, y hasta imperativos, desde el primer instante. Y he sabido de señores y señoras que, al ser abordados como tal, han exigido que dejen con ellos la falta de respeto, que ellos son “compañeros”, “compañeras”. ¿Habrase visto de dónde parte a veces el irrespeto?

Más allá del meme divertido, al margen de nuestra inevitable reflexión sobre el paso del tiempo y las canas que nos van saliendo, agradezcamos la deferencia que un ser amable puede tener con nosotros. Eso nos hace privilegiados durante el rato que dure el gesto y con posterioridad, mientras recordemos la agradable sensación de ser tratados con una formalidad que no es exclusiva ni del primer mundo ni de “los viejos” ni de los extraterrestres.

También puede ser nuestra, y habitual, y necesaria, y no digo obligatoria porque las bondades impuestas son menos francas. A medida en que niños así crezcan, sin perder su esencia, seguirá habiendo en un futuro gente digna de ser calificada, sin complejos, al estilo señorial.

Muchas veces los periodistas escribimos sobre las malacrianzas, las irresponsabilidades paternas, porque el tema nos da abundante tinta para mojar la pluma. Esta vez no. Esta vez concluyo con un ¡Bien! por la familia, los maestros, los muñequitos o quien en general haya sido responsable alguna vez de enseñar a esa niña a cómo dirigirse a un adulto cualquiera. Sorpresas así hacen más llevadero el camino. Todos los caminos.

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