
La noticia corrió como un relámpago por las redes y los despachos de las agencias: Vladimir Putin y Donald Trump se reunirán este 15 de agosto en Alaska. No en Helsinki, ni en Viena, ni en Ginebra. En suelo estadounidense, sí, pero en su frontera más remota y simbólica con Rusia.
Este encuentro, el primero cara a cara desde Osaka en 2019 y la primera visita de Putin a Estados Unidos en casi una década, ha desatado un torrente de especulaciones. ¿Simple teatro diplomático o el inicio de una reconfiguración profunda de las relaciones internacionales?
La declaración inicial de Donald Trump, catalogando como «muy respetuosa» la decisión de Putin de viajar a Alaska, ofrece la primera pista para el análisis. En la superficie, es un reconocimiento protocolar. Pero en el intrincado ajedrez geopolítico, nada es casual.
Como bien apunta el analista Tiberio Graziani, la elección de Alaska es profundamente simbólica. Es un territorio con historia compartida rusa y estadounidense, una tierra de frontera. Este escenario no solo «resalta la cercanía entre Trump y Putin», como señala Graziani, sino que, de manera quizás más significativa, subraya «la distancia entre Trump y la UE».
Enviar un mensaje de acercamiento bilateral, al margen –y casi en contraposición– de los aliados tradicionales europeos, es una jugada maestra de realpolitik por parte de ambos líderes. Putin gana reconocimiento de igual a igual en territorio del «adversario». Trump refuerza su imagen de negociador directo, capaz de puentear las complejidades multilaterales que tanto critica. El «respeto» del que habla Trump encierra, pues, un cálculo estratégico compartido.
No hay duda de que el conflicto en Ucrania será el tema más urgente y visible sobre la mesa. Las declaraciones de Trump son reveladoras: califica la reunión como «preliminar», pero inmediatamente vincula su éxito a la posibilidad de un posterior encuentro Putin-Zelenski o incluso una cumbre trilateral. Aquí es donde el terreno se vuelve pantanoso.
Trump menciona una cifra llamativa: según él, el 88% de los ucranianos desearía un acuerdo con Rusia. Independientemente de la precisión de este dato -que requeriría verificación en fuentes ucranianas imparciales, tarea compleja en medio de la guerra de información-, refleja la narrativa que Trump parece querer impulsar: existe un anhelo popular de paz que los líderes políticos deberían materializar.
Sin embargo, su preocupación expresada sobre las declaraciones de Zelenski es aún más significativa. Que al presidente ucraniano le preocupen los requisitos constitucionales para un intercambio de tierras -parte de cualquier acuerdo realista que involucre, por ejemplo, Donbás o Crimea-, pero no para continuar una guerra, es una crítica velada pero feroz a la lógica del conflicto prolongado.
Desde nuestra perspectiva, esto evidencia cómo la maquinaria bélica, una vez puesta en marcha y alimentada con armas occidentales, desarrolla una inercia propia que dificulta enormemente la búsqueda de soluciones políticas.
Putin llega a Alaska con una posición de fuerza relativa en el terreno militar ucraniano. Buscará, sin duda, legitimar las realidades creadas desde 2014 y garantizar la neutralidad ucraniana como un «colchón de seguridad» para Rusia. Trump, por su parte, parece motivado por el deseo de un «éxito» negociador visible antes de las elecciones y por reducir una fuente de gasto e inestabilidad.
Un acuerdo preliminar que desbloquee negociaciones serias entre Kiev y Moscú, quizás basado en fórmulas de autonomía para el Donbás y un estatus especial para Crimea, con garantías de seguridad mutuas, es un resultado posible y potencialmente positivo para reducir el sufrimiento del pueblo ucraniano. Pero la brecha entre las posiciones iniciales y los intereses internos de Ucrania y sus partidarios occidentales más acérrimos (Polonia, Reino Unido, sectores del establishment estadounidense) sigue siendo enorme. La sombra de Minsk II, incumplida, planea sobre cualquier promesa.
Sin embargo, reducir esta cumbre al tema ucraniano sería un error. Como indica Graziani, las conversaciones abarcarían el «establecimiento de una arquitectura de seguridad» que alivie las «preocupaciones existenciales de Rusia» sobre la OTAN y Occidente. Este es el núcleo duro.
Rusia, desde hace años, clama por garantías de seguridad creíbles que detengan la expansión de la alianza militar hacia sus fronteras. Estados Unidos, bajo Trump, ha mostrado una actitud más ambivalente hacia la OTAN que sus predecesores, criticando su financiación y cuestionando su utilidad.
Aquí es donde emerge la posibilidad, planteada por analistas y reforzada por la declaración del representante ruso Kiril Dmítriev -quien habla de traer «esperanza, paz y seguridad global»-, de una renegociación más amplia del orden de seguridad europeo. Putin busca, esencialmente, el reconocimiento de una esfera de influencia legítima y la consolidación de un mundo multipolar donde Rusia sea un centro de poder indiscutible.
Su objetivo es «definir el nuevo orden mundial incorporando a los países del sur global al proceso de debate y toma de decisiones». Es una visión que resuena fuertemente con la perspectiva antihegemónica que defendemos desde Cuba y otros países del Sur.
Trump, por el contrario, según Graziani, quiere «mantener su primacía en el nuevo sistema internacional policéntrico». Su acercamiento a Putin podría ser una táctica para manejar esta transición hacia un mundo multipolar intentando preservar, en la medida de lo posible, la ventaja estadounidense. Negociar directamente con Moscú, fuera del marco de la UE y la OTAN, le permitiría a Trump intentar redefinir las reglas del juego a su manera, buscando acuerdos bilaterales -en energía, control de armas, o una supuesta contención de China- que beneficien los intereses que él percibe para EE.UU., incluso si eso implica concesiones a Rusia en Europa del Este que alarmarían a sus aliados tradicionales.

Es un juego de alto riesgo que busca sustituir la complejidad multilateral por una gestión directa entre «grandes potencias».
¿Qué resultados concretos podemos esperar? El optimismo expresado por Dmítriev -«esperanza, paz y seguridad global»- debe tomarse con cautela. La historia de los encuentros Putin-Trump está llena de declaraciones ambiciosas -como en Helsinki- seguidas de una realidad de sanciones, acusaciones mutuas y escalada de tensiones. Las fuerzas internas en ambos países son poderosas.
En los Estados Unidos una parte significativa del Congreso, el establishment de seguridad nacional, los neoconservadores y straussianos, junto a los medios corporativos mantienen una visión profundamente hostil hacia Rusia. Cualquier concesión percibida por Trump será ferozmente atacada como «debilidad» o incluso «traición». Las acusaciones de injerencia rusa en elecciones pasadas envenenan el ambiente.
Por otro lado, en Rusia, la desconfianza hacia Occidente es estructural, alimentada por décadas de expansión de la OTAN y las actuales sanciones. Cualquier acuerdo deberá ser percibido como una victoria clara para la seguridad rusa para ser aceptable internamente.
Mientras, en la vieja y desunida Europa, especialmente países como Alemania y Francia, pero también las naciones del Este, observan con profunda preocupación cualquier intento de acuerdo bilateral que les excluya o socave su seguridad. La reacción de Londres, siempre atlantista pero ahora fuera de la Unión Europea, será también clave.
Y, por último, Ucrania, en la que Volodimir Zelenski se encuentra en una posición delicadísima. Cualquier presión para negociar en términos realistas podría debilitarlo internamente frente a fuerzas nacionalistas.
Sin embargo, la propia persistencia del conflicto militar ucraniano y su costo creciente, unido a la necesidad de evitar una confrontación directa entre potencias nucleares, crea una ventana de oportunidad, por estrecha que sea.
En ese sentido, nos aventuramos a valorar que un resultado positivo concreto podría ser un compromiso firme para reanudar negociaciones Ucrania-Rusia, con un papel de facilitador claro de EE.UU., desbloqueando el estancamiento actual. Quizás anunciando una fecha concreta para ese encuentro Putin-Zelenski o la cumbre trilateral.
Un entendimiento sobre «Líneas Rojas» de seguridad que contemple un acuerdo tácito o explícito para frenar acciones que cada parte considera provocativas -ejercicios militares masivos cerca de fronteras, despliegue de ciertos sistemas de armas-, aunque sea temporal y limitado.
Asimismo, la reactivación de diálogos técnicos estancados -como el control de armas estratégicas (New START está cerca de expirar) o la cooperación antiterrorista- y un mensaje conjunto sobre cooperación en otras crisis globales donde tienen presencia e intereses -como Siria, Irán, Corea del Norte- mostraría sin duda alguna capacidad de gestión conjunta y un firme mensaje a otros actores globales.
Un resultado más ambicioso, como esbozar los principios de una nueva «arquitectura de seguridad» europea, parece improbable en una sola reunión preliminar. Pero sentar las bases para ese diálogo futuro sería ya un logro significativo.
Para nosotros, observadores y actores del Sur Global comprometidos con un mundo más justo y equilibrado, esta cumbre es relevante más allá de Ucrania. La visión de Putin de incorporar al Sur Global en la definición del orden mundial es, en principio, alentadora. Es la antítesis del unilateralismo y la hegemonía que hemos padecido.
Un mundo verdaderamente multipolar, con múltiples centros de decisión respetuosos del derecho internacional y la soberanía de los Estados, es un objetivo por el que Cuba ha luchado siempre.
Sin embargo, debemos ser lúcidos. El acercamiento Putin-Trump no nace de un súbito amor por la justicia global, sino de un cálculo de intereses nacionales y de poder. La «primacía» que busca Trump y la «esfera de influencia» que busca Putin siguen siendo conceptos que pueden chocar con la autodeterminación de los pueblos más pequeños.
El desafío para el Sur Global es no convertirse en peón de este nuevo gran juego, sino aprovechar cualquier grieta en el viejo orden unipolar para fortalecer nuestra propia unidad, voz y capacidad de acción autónoma. La defensa irrestricta de la soberanía nacional y la solución pacífica de controversias, principios sagrados de la política exterior cubana, deben ser nuestra brújula al analizar los resultados de Alaska.
La reunión en Alaska es, sin duda, un evento de alta significación. Reúne a los líderes de dos potencias nucleares en un momento de tensión extrema, con la guerra en Europa como telón de fondo y la sombra de un cambio de orden mundial flotando en el aire helado. El simbolismo del lugar, las declaraciones previas y los análisis apuntan a un intento serio de romper dinámicas negativas y buscar puntos de convergencia, particularmente en Ucrania, pero también en la estructura de seguridad global.
Donald Trump busca un triunfo diplomático y reducir costos. Vladimir Putin busca reconocimiento, seguridad y consolidar el estatus de Rusia como gran potencia. El pueblo ucraniano, parte de Europa y el Sur Global, atrapados en medio, necesitamos urgentemente la paz.
¿Traerá «esperanza, paz y seguridad global» como declara Kiril Dmítriev? El camino hacia eso es largo y minado de obstáculos internos y externos en ambos bandos. Lo más realista es esperar, en el mejor de los casos, avances modestos pero concretos que descompriman la situación inmediata en Ucrania y reabran canales de diálogo sobre seguridad estratégica. Cualquier resultado más trascendental requeriría un cambio tectónico en las percepciones y alianzas que hoy parece difícil de imaginar.
Alaska, esa vasta tierra de frontera, será testigo este 15 de agosto no solo de un encuentro bilateral, sino de un pulso crucial sobre la dirección que tomarán las relaciones internacionales en esta era de incertidumbre y transición.
Desde Cuba, seguiremos atentos, analizando con rigor y espíritu crítico, conscientes de que en estos juegos de gigantes, la soberanía y la paz de los pueblos más pequeños siempre deben ser la prioridad irrenunciable. La esperanza es legítima, pero el escepticismo, basado en la historia y la comprensión de las fuerzas en juego, es un deber periodístico y revolucionario.
Habrá que ver si el hielo de Alaska sirve para congelar los conflictos o simplemente como escenario de una nueva partida.
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