
Fidel Castro Ruz nació el 13 de agosto de 1926 en Birán, antigua provincia de Oriente. De padre español y madre cubana, en pocas décadas su nombre superaría en notoriedad y alcance geográfico al de cualquiera de sus ascendientes y descendientes.
Han transcurrido casi 100 años desde aquel alumbramiento cuyas proporciones históricas nadie hubiera sido capaz de imaginar, y desde ya se pueden prefigurar las atenciones político-culturales que acompañarán su centenario el próximo 2026. No fue un hombre cualquiera.
Son casi 100 años de los que vivió 90, un tramo que en total no es poco. No tanto por su amplitud como por su significado, por la de cosas que han quedado de ahí vigentes. Al fin y al cabo, se trata de uno de los protagonistas del siglo XX. En igual cantidad de tiempo a futuro, la gente de izquierda seguirá hablando de él y la de derecha también, como se dijo una vez del Che.

Cuando se alcanza ese capital simbólico ya no se está ante alguien común. Se está, como poco, ante una figura crucial de la historia. Ya sea la de una porción de tierra o la de todo el mundo conocido, pero alguien crucial. Un aliciente, sople el viento a favor de quien sople, tanto para el partidario como para el adversario.
Cuentan que, allá por las altas Rocosas, los indios Crow miden la magnitud de un guerrero por el tamaño de sus enemigos. Si ante su hoguera se hubiese sometido Fidel bajo escrutinio de los más sabios de la tribu, su historia quedaría resumida como un continuo duelo de titanes en la escala Crow. Fidel parecía no saber ganarse enemigos pequeños e insignificantes, solo imponentes.
El tiempo transcurrido desde agosto de 1926 abarca mucho: muchas revoluciones, muchas guerras, muchas victorias y derrotas, muchas penas y más bien pocas alegrías a escala mundial. Y en medio de tal vorágine del tiempo, ese barbudo de uniforme verde es de los que han logrado fijar su nombre y ser identificados desde cualquier latitud.

Personas monónimas es como se les llama, precisamente, a aquellas que no requieren de un apellido o nombre compuesto para ser reconocidas o detectadas en la cultura popular. Por lo que han hecho y les ha granjeado fama, llega el punto en que se les cita y automáticamente es como activar un axioma, como nombrar a la vez el sustantivo propio y sus múltiples adjetivos, despertar en uno la simpatía y en otro la ira, no dejar a nadie indiferente a ese despertar.
Y se menciona a Fidel todavía, de cerca y de lejos. Hasta se le menciona, a mi juicio, con vana pretensión cuando no se le ha estudiado a fondo, cuando se le atribuyen facultades más allá de lo humano y, sobre todo, cuando quien lo quiso mucho lo añora en pleno momento de trance y se pregunta qué haría alguien así de continuar entre nosotros. La respuesta no es simple, porque mucho habría que hacer, deshacer y hacer de nuevo.

En la Cuba y en el mundo que hoy nos toca vivir, los problemas son tan vastos, las fracturas tan profundas y las proyecciones tan grises en su matiz que, a su vez, las soluciones no son ni tan sencillas ni tan comparables a las de otros tiempos. La épica es un eco cada vez más inusual, y no existe respuesta rápida en la cabeza de estratega alguno o bravura de un soldado que erradique todos los males de golpe.
Pero de los hombres queda no solo el recuerdo, sino el ejemplo, que es algo muy distinto. Con el recuerdo nada cambia, su función es estática; con el ejemplo se transforma la realidad propia, incluso, se enmienda. Hasta del más temperamental se rescata un momento de lucidez, o del menos arrojado se rescata un momento de valor; de todos los que nos preceden es posible rescatar y adaptar a nosotros y a nuestro tiempo lo que todavía sostiene un ejemplo del pasado. La gente de vida torrencial siempre nos deja cosas ejemplares.
De Fidel emulemos, por ejemplo, el valor, y día a día seremos guerreros de una mayor magnitud. Después de todo, como no lo fue él, el resto de nosotros tampoco seremos un pueblo cualquiera.
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