Moncada: La guerra de un día que duró para siempre

Moncada: La guerra de un día que duró para siempre

Era 1953. Segunda mitad de siglo todavía en su alborada. ¿Qué diablos estaba pasando por aquel entonces, que a uno le atronan tanto los oídos en cuanto hojea aquellos años?

Pues tomaban posesión Eisenhower e Isabel II, cada cual de su imperio. Al otro lado de la Cortina de Hierro, las exequias de Stalin. Golpe de Estado en Irán. En París esperaban por Godot. La sonrisa de Marilyn se hacía mundialmente famosa. Alguien escalaba por primera vez el Everest.

¿Y en Cuba? Bueno, algunos por estos lares también intentaban escalar su propio Everest. Justo en la provincia situada, curiosamente, a los pies de la mayor montaña cubana. Y lo hacían con un valor a la altura de la más ventiscosa escarpa del Himalaya.

En esta parte del mundo, José Martí cumplía un centenario sin poderlo vivir. Otros lo vivirían por él. Hacia julio, mes vacacional e insospechado, preferentemente. El 26, para ser exactos. De camino a la gloria, pasando por el Infierno.

El asalto al cuartel Moncada (el de ese día, no el conmemorado) no se traduce en vítores con música emocionante de fondo. Eso llegó a posteriori, después de mucho tiempo y verde olivo. Antes fue un revés, un desconcierto, una carnicería.

Creo que fue Mao quien dijo que la revolución no es invitación amable a una cena de sociedad ni un evento grato, sino que es violenta y descarnada. Tanto más para aquellos revolucionarios que juran no abusar del enemigo reducido y, luego de un giro imprevisto, se ven en la posición del que necesita clemencia, a punto de no recibirla.

Muchos, demasiados, cayeron en ese ensangrentado recodo del camino, sin oportunidad de librar la vida y menos el país. Entre ellos varios matanceros, muy jóvenes la mayoría, como atestiguan los anales del territorio en que me tocó nacer, crecer e investigar de todo un poco.

Mario Muñoz Monroy, Julio Reyes Cairo, Horacio y Wilfredo Matheu Orihuela, Félix Rivero Vasallo, Gerardo Antonio Álvarez o Mario Martínez Ararás nos recuerdan la proximidad de la historia a la tierra inmediata que nos rodea, como ha de sucederles a otros coterráneos de los moncadistas.

Quiso el destino que aquella fecha adquiriese una fuerza renovada, una significancia especial en el repaso de hechos que acumula nuestra nación, y que incluso llegase a jugar un elemento de poder simbólico en la mente de futuros guerrilleros y derrocadores del orden sanguinario establecido.

En lo que yo pienso siempre es en los jóvenes del Moncada, cada vez que reparo en que es 26 de julio y las efemérides han abierto paso nuevamente al día conocido como de la Rebeldía Nacional. Pienso en ellos, me achico ante ellos y cómo los concibo.

En los que allí murieron, en los que sobrevivieron y también en los que cualquier día luchan su propio Moncada, en ellos me detengo a pensar. Siempre hay muros inexpugnables y jóvenes desafiándolos de cualquier manera, en cualquier rincón, y a muchos se les llorará y se les recordará porque así de inclemente y rotunda es la épica que nunca para. La de la sangre y el fragor, esa.

No hay calendario donde quepa en una mera línea qué tan grande fue ese cuartel, objetivo de un asalto. Porque grandes fueron los que a sus puertas y a su sombra dieron sus martianas vidas, en aquel lejano y cercano 26 de julio de 1953.

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