En una hora y media de luz

En una hora y media de luz
En una hora y media de luz. Fotos: Raúl Navarro

Acaba de regresar la electricidad después de 16 horas. Si demoraba más en volver, habríamos necesitado realizarles una exhumación a los congeladores.

Es una noche de jueves fresca, a la mitad entre el invierno canijo y el potente verano de esta Isla. Con un mosquitero por medio, uno puede dormir sin un ventilador. Mi madre, los perros y yo nos habíamos dado por vencidos, después de las 11, de que retornaría la corriente, y nos trancamos en nuestros cuartos. Logramos conciliar un sueño incómodo, como del que sabes que te pueden sacar en cualquier momento. 

Una casa en apagón es un cuerpo comatoso. Solo mantiene las funciones imprescindibles para no perecer; pero, en realidad, anda más cerca de la tierra de los muertos que de los vivos. Entonces, cuando regresa la luz, lo primero que se escucha son varios pitidos, como picos en el monitor donde se miden los latidos de los pacientes en estado vegetativo.

Se prende la lámpara del balcón que dejaste encendida por si regresaba la luz, como si unos ojos moribundos recuperarán un poco de vidrio. Arranca la máquina del refrigerador, al igual que unos pulmones lentos que, de tan poco uso, olvidaron cómo respirar. Y el bombillito rojo del televisor te indica que, cuando desees, puedes ponerlo en funcionamiento para que te salga el último capítulo de la telenovela Sábado de gloria, y tú te preguntas qué es la gloria, qué es un sábado. 

Esos sonidos mínimos nos despiertan a mi madre y a mí a las dos y cuarto de la mañana. Quizá, para alguien más, todo esos murmullos, roces y zumbidos pasen desapercibidos; sin embargo, después de un tiempo para acá, los sentidos han aprendido a distinguirlos.

Después de tanto practicar cualquier conjunto de acciones, comienza a parecer una coreografía: uno aprende a efectuar cada uno de sus pasos lo más eficiente posible, incluso, con algún tipo de soltura que a primera vista puede ocultar el apuro y la desesperación de quien la lleva a cabo.

La vieja, desde las cinco de la tarde, dejó picadas en rodajas unas papas y unas zanahorias encima de una tabla de plástico en la cocina. Busca un paquete de picadillo, que después de tanto tiempo sin refrigeración le pone la mano tinta en sangre acuosa. Eso será nuestro almuerzo y comida para todo el viernes. 

Luego de que arma las dos ollas: la de presión y la arrocera, por unos segundos las observa, como si quisiera meterles apuro en los transistores. Si se vuelve a marchar la energía, tendrá que terminar de cocinar con el gas y solo nos queda la mitad de una balita que tratamos de estirar cuanto podamos.

Bajo hasta el descanso de las escaleras donde está el contador de la casa y el interruptor para encender la turbina. Cuando el agua sube desde la cisterna hasta el tanque elevado, las tuberías me suenan como las venas por donde circula otra vez la sangre. Resulta un fluir lento, constante. 

Antes de entrar a la casa, me quedo en las escaleras y trato de imaginar, solapadamente, a qué se dedican los vecinos. Muchos de ellos, como nosotros, se despertaron cuando sintieron los signos vitales de sus respectivos hogares. Los que tienen niños plancharán las camisas para el día siguiente. Otros tratarán de adelantar un poco de trabajo en sus computadoras, porque esas cuentas no se harán solas. Algunos, quizá, solo quieran recordar qué se siente quedarse dormido frente al televisor.

No gasto demasiado tiempo en contemplaciones. Aún queda bastante por hacer en mi propia casa. Debo poner a cargar todo lo que pueda: los celulares de la vieja y el mío, las dos lámparas, el ventilador portátil que hace función de powerbank también, hasta los perros e incluso yo, que llevo días con el biorritmo por el piso. 

Como mi madre hace con la olla de presión y la arrocera, yo intento meterle apuro a los celulares, a las lámparas, al ventilador, para que se carguen lo más rápido posible. Hago una apuesta conmigo mismo, es la única manera de siempre perder, sobre cuánto alcanzaría cada equipo, cuál llegaría al 100 y cuál se quedaría en el triste 80, en el caótico 60. 

Pronto, como mismo la casa despertó de su coma profundo, regresará a él. Todos esos sonidos que nos advierten que un sitio vuelve a la vida cesarán, y regresará a la muerte. Tal vez este viernes en la madrugada nos den una hora o una hora y media de corriente. En ese tiempo, se debe escarranchar lo que en otros momentos hubieras llevado a cabo en 24. Te multiplicarás. Te convertirás en ese maravilloso ser que es la mujer araña, el hombre óctuple. Asumirás una velocidad y una eficiencia que nunca pensaste que lograrías alcanzar en esa vorágine.

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5 Comments

  1. Muy bien escrito y no es una anécdota pasada, es el día a día de los matan ceros, no lo escribí mal.
    Y que pasa en la Habana, se podrá escribir o no lo permitirán.

    1. La vida de casi todos, solo nos diferencian las horas porque en Cienfuegos los apagones son entre 28 y 36 horas continuas por dos o tres de corriente. Pareciera que la prensa cubana vuelve la vista a otro lado pero cuando me salen estas cosas -aunque luego las desaparezcan- recobro la fe en la humanidad, en los jóvenes valientes que sin importar que les depare el futuro, fueron fieles a sus principios y ejercen con coraje su profesión.

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