
Teatro callejero y de resistencia. Fotos del autor
En una habitación de estilo colonial en un céntrico hotel matancero, Juan Amaya se coloca frente al espejo minutos antes de su gran transformación. La luz tenue de una lámpara acaricia su semblante de rostro calmado y bonachón. Sobre una cómoda de madera preciosa descansa una vieja caja de maquillaje con varios compartimentos. Minutos después, mientras avance la conversación, Juan reconocerá que viaja con ella hace casi dos décadas y le cuesta dejarla tirada por las tantas vivencias que comparte, y que muchas han terminado en su piel como tatuaje.

Justo al abrir esa especie de cofre tomará una mota, la empolvará e iniciará el proceso de metamorfosis. Luego resaltará las cejas con un lápiz. Cada trazo es lento y cuidadoso, por más que el celular le imprima otro ritmo a la escena proyectando la música de algún grupo de rock argentino.
En una esquina del cuarto reposa un ciclo de una rueda, justo al lado, una maleta permanece abierta dejando ver algunos bolos, junto a varias antorchas. En el espaldar de una silla cuelga un chaqueta roja y un sombrero de bombín, en el suelo, colocados uniformemente uno al lado del otro, se observan unos zapatos gigantes de color negro. Justo frente al espejo comienza a cobrar vida Simón, el álter ego de Juan, desde que decidiera incursionar en el arte del clown hace 19 años.



La transmutación total tiene lugar cuando Juan se coloca la nariz, “la máscara más pequeña del mundo”, dirá después durante la entrevista. También explicará que su temperamento tranquilo se transforma radicalmente cuando emerge Simón.
El proceso de maquillaje encierra una mística que a veces no logra explicar, pero una vez ataviado, el personaje cobra vida dejando a un lado la timidez del hombre real que desaparece ante esa energía inusual que se adueña de cada gesto y palabra, “no soy el mismo, siento un ímpetu arrollador y una necesidad de interactuar con el público”.
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A Juan Amaya todos le llaman Simón. Para el nombre apeló a una frase afirmativa y coloquial que se emplea mucho en su natal Salvador. Llevaba una vida normal hace 19 años hasta que un hermano menor enfermó y vio cuánta alegría desató la presencia de un grupo de payasos en la institución médica. Incluso pidió formar parte del elenco, entendiendo de golpe, que desde ese instante su vida quedaría indisolublemente vinculada al arte del clown.
Para su formación recorrió diversos países participando en innumerables talleres para perfeccionar su formación teatral. Fue así que pudo conocer, con Simón a cuestas, las calles de Guatemala, México, Costa Rica, Colombia….
“Hacer calle”, como se llama en el argot de aquella geografía a actuar en las arterias populosas de las urbes es un ejercicio complejo donde se debe estar atento a lo imprevisto, y muchas veces incorporarlo a la función. Juan entiende que un número artístico siempre está en constante evolución.
“La calle te brinda muchas situaciones inesperadas que enriquecen el arte del payaso y curten al artista”.
Pero ni Juan, y mucho menos Simón, se imaginaron que una crisis energética puede frustrar el mejor de los empeños. Ante la decisión de viajar a Cuba para participar en la XIII Jornada Internacional de Teatro Callejero que se desarrolló en Matanzas del 16 al 20 de abril, se creó muchas expectativas e ilusiones, pero quizás nunca sospechó que recorrería una ciudad a oscura, y que a pesar de ello las personas y los niños reirían.

El barrio de Dubrocq, “de los menos apagables de la ciudad” sería un escenario de excelencia para el artista salvadoreño. Justo allí se erigen varios asentamientos vulnerables que agradecerían sin dudas la presencia de un payaso que les llevara un poco de divertimento a los habitantes.
Pero en tiempos de crisis no valen las predicciones. Todo se torna cambiante e impredecible como la propia esencia del teatro callejero, y no es que se fundamente en la precariedad, si no en la resistencia.
Solo así se explica que un payaso que regresa de una función fallida por un ¡apagón! desemboque en un parque con ese raro entusiasmo de los artistas verdaderos cuando logran mostrar una sonrisa aunque el alma llora, por lo que apenas se necesitaron palabras para que decenas niños corrieran a su encuentro y empezara la función.
Noches después, en el propio Parque de la Libertad, Simón pudo presentar a los matanceros su gran espectáculo, pero para la memoria del colectivo que viajó en ómnibus hasta el reparto Dubrocq, quedará la noche en que la falta de fluido eléctrico casi dibuja una expresión de desconsuelo real en la cara de un payaso, hasta que finalmente fue rescatado por la algarabía de los pequeños, sentados y gustosos en una escalinata al pie de Martí.

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Y es que contra esa risa toda fuerza oscura, o la más severa de las crisis, se deshace. Dejará de incomodar mientras dure el semblante risueño de los pequeños. Es el único conjuro que fortalece, ese que permite derribar los muros del “no se puede”, “no es el momento oportuno”, “ no alcanza el presupuesto”, como si la espiritualidad pudiera sopesarse desde la eficiencia económica.
Lograr, en uno de los momentos más difíciles de la nación, la realización de la Jornada de Teatro Callejero, incluso con el estigma de un número maldito, solo se alcanza con el concurso de tantos que llevan esa fe y utopía de mejorarles la existencia a las personas.
Porque tal acontecimiento cultural de tanta trascendencia surge por esa necesidad de alimentar el espíritu. Solo así se entiende que cada año se sumen nuevos actores y agrupaciones, incluso de otras latitudes, y que el público les reciba con gozo, dejando a un lado sus vicisitudes… al menos, mientras dure la función.

Quizás sea la razón por la que Mercedes Fernández, directora general y artística de la Jornada, recorrió cada porción del centro de la ciudad sin importar la fractura de aquel dedo que le impedía caminar. Cuando se hacía inaguantable el dolor se le veía en ciclomotor, siempre al tanto de cada detalle del evento.
El Teatro Callejero tiene en Matanzas su reino, algo así como la Meca a donde todos los fieles vienen, ante cada llamado, para renovar los votos. Así lo hace Orlando Concepción desde que respondiera a aquella primera invitación a principios de los 2000, para desde entonces, asistir una y otra vez, a cada encuentro con su grupo D’ Morón Teatro.
En cada entrevista no se cansará de decir cuánto significa para él, porque de esa forma siente que cumple su deuda de gratitud con Albio y con Pancho, padres fundadores de esta gran fiesta que le llena de energía para seguir soñando teatro.
Todavía retumba en el imaginario colectivo de quienes abogan por el Teatro de Calle aquella apuesta a principios de este siglo de la obra Juan Candela, dirigida por Albio Paz y protagonizada por Francisco Rodríguez. Marcaba el inicio y los fundamentos estéticos que se han ido alimentando con nuevas y diversas poéticas desde lo contemporáneo, como reconoce la avezada teatróloga María Victoria Guerra.

“Mantener este certamen en toda su vitalidad —comparte la estudiosa— nutre al pueblo de alegría, satisfacción, esperanza y compromiso con el arte. Tal implicación logró que durante esos días los parques y salas se colmarán de público, y a pesar de la cruenta situación los organizadores no renunciaron a ningún espacio, todo confluyó para que se realizaran los encuentros teóricos y las actuaciones de las agrupaciones. Ha sido un éxito total gracias a la entrega de muchos”.
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Y cuando se hable de entrega Olisdrey Isaac asomará la cabeza y emitirá una perorata. Si su hija Valentina lo permite, tan dada a desacralizar los momentos solemnes con su espontánea alegría. Pocos como él conocen del sacrificio inhumano de representar a una estatua viviente.
Desde hace varias ediciones forma parte del comité organizador al frente de uno de los instantes más esperados: la Carrera de Estatuas. En uno de sus pies se aprecia la tinta fresca del diseño de un tatuaje de logo del certamen. Horas antes de la exposición decidió grabarlo. Para él, el Callejero en Matanzas tiene un significado especial, como lo es el estrecho vínculo con Mercedes y Pancho, a quienes insiste en catalogarlos como padres.

Desde que calara en los espectadores con el personaje del Sherif se convirtió en una autoridad en el arte del estatismo, y cada dos años regresa a la ciudad para organizar el maratón donde intervienen exponentes de esta manifestación, tan llamativa como difícil de interpretar.
Mantenerse horas bajo el inquietante sol tropical, con varias capas de pinturas sobre el rostros, representa una tarea tan fatigosa como correr un maratón. Quizás por ello, más allá de lo competitivo, se intenta describir el esfuerzo empleando el término “carrera”.

El público disfruta admirar el diseño de cada personaje propuesto, y quedarán absorto ante la hechura del vestuario y la pintura facial aplicada al rostro que borrará todo resquicio del artista, hasta transformarlo en una estatua que hará exclamar al público: “¡Parece una escultura de verdad!”.
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Con el paso de los días el cansancio irá aflorando en los organizadores, tal es la intensidad y estrés con que se enfrenta cada jornada. Aunque el público, solo consciente de lo que ocurre ante sus ojos, deseará seguramente que durara muchos días más. Al cierre de la presente edición se pudieran contabilizar más de cuarenta espectáculos durante cuatro días, con la participación de casi una treintena de agrupaciones y solistas. Pero cuantificar la espiritualidad siempre será una tarea baldía.

Como tampoco se podrá cuantificar cuánto representa para el artista ver el rostro compungido de un niño cuando a un desconsolado Santiago, en pleno parque de la Libertad, los tiburones le devoran su mejor captura. Y de nuevo se evocará a Francisco Rodríguez, y a la magia del teatro, y todo cobrará sentido, incluso el estrés del comité organizador, porque lo imprevisto rozará lo inimaginable, mas, por suerte, de todo salvará la risa…

Por eso cuando Simón llegue a su natal Salvador convertido en Juan, enfrentará la vida desde otra perspectiva, tal como aprendió por estas tierras, desde un país que sufre de apagones y carencias, pero capaz de organizar un evento colosal para alegría de los niños.
Va y Cuba, su gente, junto a la XIII Jornada Internacional de Teatro Callejero se convierten en uno de sus más de 20 tatuajes donde graba cada vivencia. Porque desde su fundación, este acontecimiento cultural defendido a capa y espada por El Mirón Cubano, el Consejo de las Artes Escénicas, Cultura, entre tantos nombre anónimos, ha marcado y seguirá marcando la vida de muchos de manera definitiva, y como el más bello y certero ejemplo de resistencia.