El Cinematógrafo: Megacóppolis

El Cinematógrafo: Megacóppolis
El Cinematógrafo: Megacóppolis

Me encantan los premios Razzies —de lejos, repasándolos en Wikipedia—, porque suelo disfrutar bastante las películas que acogen desde su primer año hasta hoy. No todas, claro, pero, por ejemplo, sí agradezco que su historial me recomiende El resplandor de Kubrick, La puerta del cielo de Cimino, un puñado de las más entretenidas de Stallone y unas cuantas de Brian de Palma, que son quizá las que me han hecho preferirlo entre todos los directores vivos, incluso, entre los de su generación.

Sí, hablo de “la generación”. Aquellos camaradas de lucha en pleno Hollywood de los 70, los melenudos que generaron cambios para bien y para mal, siendo uno de ellos el último ganador de esta infame estatuilla en la categoría de peor dirección: Francis Ford Coppola, responsable de Megalópolis.

Coppola, Megalópolis… Megacóppolis. Parece buen apodo para su proyecto al fin realizado. Rezuma ego y arquitectura.

Tras múltiples retrasos y abandonos del equipo, la obsesión de Coppola al fin ha llegado, para convertirse en la nueva obsesión de los coppolianos.

Si por algo antes he mencionado y prestado un mínimo de atención a los anti-Oscar —a los que no creo que Coppola debió responder con ese post viralizado casi enseguida, donde demostró no tomarse el “triunfo” con mucho sentido del humor— es porque, con nominadas como Megalópolis o Joker: Folie à deux en 2025, o La joven del agua hace 20 años, o Showgirls hace 30, históricamente cumplen una función más interesante que los cada vez más desconcertantes Oscar: es que te obligan a pensar. A replantearte hasta qué punto una película es buena o no y, sobre todo, por qué. El sagrado “por qué” de las cosas, que te hace comprenderlas mejor si te lo preguntas.

Un Razzie que te cree dudas, en la categoría que sea, te está incitando a entrenar tus habilidades de apreciación cinematográfica, el sentido analítico y la curiosidad por un nuevo visionado, siempre que no te resignes a ser un mero espectador pasivo, de los que se fían de los premios y de los críticos como un ciego de su cayado. El de Coppola crea dudas, y muchas.

Ahora, sería muy bonito que enlazase los anteriores párrafos con una loa reivindicativa hacia Megalópolis, y dijese que su calidad es tan elevada como sus edificios, que está tan bien dirigida que aquellos desprestigiados votantes no tuvieron ni idea de lo que votaron. Es más: que la maldición de los Coppola caerá sobre ellos, porque todo clan italiano sabe de vendettas y eso, para colmo, lo aprendimos bien con El Padrino. Sería muy bonito, pero no va a ocurrir; el director ha hecho su trabajo más innominable a galardón alguno, así que ¿para qué repudiar su irremediable condena a los Razzie, o lamentar su no inclusión en los Oscar, si su trabajo pertenece a una categoría aparte?

No conozco festival o gremio alguno que reconozca en forma de estatuilla la Mejor Personalidad o la Película Más Personal. Por tanto, no habría un circuito lógico donde implantar Megalópolis.

Dibujo que prefigura el estilo visual de Megalópolis cuando aún no existía. Desde inicios de los 80 el autor de Apocalypse Now acariciaba este sueño.

Y aunque no la contemple a la altura de otras obras atípicas; aunque el Coppola de los últimos tiempos me atraiga menos que el de los primeros; aunque no me parezca siquiera superior a otras épicas arquitectónicas, también situadas en la frontera misma del cine (Metrópolis, El manantial, Tierra de faraones, la primera versión de Los diez mandamientos, la Epopeya india, ¡y tengo pendiente El brutalista!)… lo cierto es que he visto Megalópolis unas tres o cuatro veces (más de las que se han tomado la molestia los “razzistas”, quienes es sabido que a veces ni hacen el esfuerzo) y he acabado por encontrar vida en ella, como diría un astronauta en Marte.

Bajo una sobrecarga de información visual y auditiva, que solo detrás de cada visionado se aligera un poco, si tenemos la paciencia y buena voluntad necesarias para remover los escombros de una primera decepción y empezar de nuevo, descubrimos una mayor coherencia y Nueva Roma nos convence más con su lógica sin lógica.

A Coppola seguro le divierte saber que dentro de un millón de años seguirá rompiéndole la cabeza a la especie que entonces reine sobre la Tierra, pero no deja de desnudarse el alma en acto creativo. Hay momentos donde César Catilina y su chofer recorren un futurismo urbano nocturno, de cielos psicodélicos y lluvia importada de Blade Runner, que en su simple cinética parecen revelarnos lo que de verdad nos debe importar como público. Pero se escapa. El misterio sigue ahí hasta el final, y solo llegaremos a él volviendo sobre nuestros pasos, venciendo el rechazo y devolviéndole nuestra atención a quien no en vano hemos llamado tantas veces maestro, en ejercicio de humildad y voracidad por aprender.

Pocas veces uno quisiera —al menos tanto como aquí— no estar prejuiciado por el abc clásico, desconocer los estándares de la narrativa convencional y entregarse de pleno a la que no lo es.

César Catilina, el megalón y Julia Cicero. Un plano que parece describirnos al espectador, al enigma y al propio film que nos envuelve.

Una vez hayamos superado el rechazo, la indigestión o lo que sea que nos provoque la mezcolanza de influencias, frases, estilos, vestuario y ambientaciones —en mi caso fue un hartazgo casi inmediato la primera vez, la sensación de que no podía más—, bien podemos asimilar dicha mezcolanza y centrarnos en aspectos subyacentes de interés; por ejemplo, los complejos personajes femeninos, la decadencia de una civilización o las reflexiones artísticas y políticas que tanto dicen de Coppola y de su país. No basta una sola visión para aprehender cuanto tiene que contarnos, pero tampoco bastan cuatro.

Los cineastas de avanzada edad, si son de “los grandes”, por lo general intentan abarcar en cada nueva y posible última película sus enseñanzas de vida, sus meditaciones dignas de transmitir a ese público encargado de mantenerlos vivos en espíritu. Quizá se ha pasado en ese sentido, o ha sido muy autoconsciente de su nombre a la hora de lanzarnos otra enorme obra a la cara. Se nota la descoordinación, el abandono de actores y técnicos, el caos ya documentado y, por ende, el acabado en enésima tentativa de algo que nunca veremos tal cual se imaginó en un principio. Pero, ojo, él sigue siendo, y entrecomillo a conciencia, “grande”. Solo que esta vez experimenta un poco a lo Godard, a lo Gance.

Todavía prefiero la saga corleónica, Corazonada, Cotton club, Apocalypse Now, Rumbling Fish, La conversación, incluso la no menos enfebrecida Drácula, pero Megalópolis sería una buena décima adición a mi top personal de Coppola. Tiene el atractivo, genera el suficiente interés.

¿Que si la hubiera preferido diferente? ¡Sin duda! Hecha mucho antes, a ser posible como colofón de esa etapa ininterrumpida en que el barbudo encadenaba obra maestra tras obra maestra. La veo estrenada en 1984 o 1985, años poco propicios a espectáculos de semejante ambición y tamaño, como Érase una vez en América o la Metrópolis pop-rockera de Giorgio Moroder —¿alguien más nota el eco de Fritz Lang, la semejanza del título, el final de utopía?—.

Ni muy taquillera ni muy aclamada, pese a su perfeccionismo. Al Pacino de César Catilina —nadie haría mejor el Ser o no ser, que Adam Driver estropea—, Gene Hackman de Cicero, Rachel Ward de Julia Cicero, Nicolas Cage de Clodio, John Huston de Craso, mantendría a Laurence Fishburne de chofer sin importar el cambio de aspecto y edad… Sería una pieza de arte incomprendida en su tiempo, nominada a Razzies como De Palma en Doble de cuerpo o Michael Cimino en El año del Dragón. Por desgracia, a menos que la inteligencia artificial haga de las suyas, me quedaré con las ganas de haber visto algo así. Un clásico que nunca existió.

En su lugar, lo que tengo es un clásico que un día lo será. Para mí, digo, y más pronto que tarde. Ya sé que hay coppolianos hincados de rodillas desde el primer momento, pero me ha tomado unos cuantos “momentos” hacerme a la idea de que me gusta. Aunque el reparto no luzca del todo, el ritmo se sacuda o el entramado apunte a veces al despropósito, me atrapa la cabezona audacia y el espíritu inexplicable que da pie aquí a varias de las imágenes más hermosas creadas para el cine, y que de un modo extraño las justifica.

La gracia radica en su vehemencia casi infantil, en su pretensión de obra cumbre, en el raro hecho de que exista y haya salido así. Cosas irritantes y cosas sublimes cohabitan en ella, a veces enfrentadas, a veces en armonía. La he odiado, la he ignorado, la he amado: he sido todos los cinéfilos del mundo ante Megalópolis.

Otro rodaje caótico. Otro imposible hecho realidad. ¿Otra película obligada tras la pista de un maestro?

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