Carilda: testamento del verso vivido

Foto: Tomada de Internet

Corría el 5 de julio de 2018, mi primer año de Periodismo. Realizaba mis prácticas laborales en el periódico Girón, cuando mi tutor me orientó que cubriera la tertulia por el cumpleaños 96 de Carilda Oliver Labra. Al cruzar el umbral del caserón colonial, la niña que fui gobernó mis memorias con algunos libros de cabecera, como Al sur de mi garganta, Libreta de la recién casada o Con tinta de ayer. 

Ante tanta turbación tuve que calmar el pensamiento y ajustar mi presente a la cobertura de prensa. Durante la ceremonia no pude hablar directamente con ella, pero la ansiedad de una empresa un tanto ambiciosa no me abandonaba. Con el transcurso de los días me dejé guiar por el atrevimiento y toqué su puerta una vez más, en la tarde del sábado 7. 

A pesar del calor que impregnaba la atmósfera, mis manos helaban. Un cosquilleo me invadía el abdomen y el corazón bombeaba con fuerza. Transitaba por una sala semejante a un museo, en busca de una entrevista que me acercara a la esencia de la poetisa, al ser humano.

En su habitación me recibió coqueta. Pintaba sus labios de color carmesí y su estilista le peinaba los cabellos rubios, ya envueltos por hilos de plata. Me senté a su vera. Encendí la grabadora del móvil y me olvidé de él. La conexión entre ambas fue inmediata.

Nacida el 6 de julio de 1922 y educada por una familia católica, Carilda alcanzó la juventud en una sociedad que no aprobaba las emociones espontáneas. Con mi pregunta número uno, relacionada con su condición femenina, calmó gradualmente el hambre de mi curiosidad.

“Soy una mujer rompedora, un espíritu libre, aunque en medio de esa libertad te tropiezas con una sociedad que te obstaculiza y desea que obedezcas sus normas. La verdad es que no me importa mucho lo que diga la gente, si a mí nadie me ha formado. 

“Me casé con el hombre que me dio la gana. Raidel es mi tercer marido. El primer esposo fue el gran amor de mi vida. Un amor…, tan increíble que todavía creo que él está vivo”.

Después de conversar acerca de los hombres que amó, no podía faltar el más importante para ella, su padre, Pedro Oliver.

“Cuando tenía seis años, mi mamá me enseñó las letras y a tocar pequeñas composiciones en el piano, para sorprender a mi papá, que iba a Cidra todos los días porque era juez allí. Al regreso, su tradición era cargarme, besarme y abrazarme”. 

Sus ojos, de un azul indefenso, delataban la pasión que albergaba en su alma. Unas lágrimas humedecieron sus mejillas. Se detuvo, tomó aire y continuó sus palabras, cargadas de grato orgullo.

“Desde niña lo admiraba profundamente, para mí era la cosa más linda del mundo. Decidí estudiar Derecho por él. A los ocho o nueve años de edad, me sentaba en la platea para verlo en juicios importantes, donde desplegaba su talento, que era tanto, tanto…”. 

Mi mirada traviesa recorría cada centímetro del cuarto. Estudiaba con detenimiento la fotografía de una bella señora, cuyos rasgos me hipnotizaban. 

Carilda percibió mi indiscreción y me comentó con gentileza que esa mujer era su madre, María de la Caridad Labra Fernández. Una madre única, de carácter fuerte y dulce a la vez, que estaba por encima de todo y que pocas veces describía, pues no encontraba recursos lingüísticos que enaltecieran su personalidad cabalmente.        

—¿Cuáles fueron sus primeras relaciones con la literatura?

—Leía distintos libros. Pasaba las noches hasta las dos o tres de la madrugada sin dormir. Formaba mi estantería con libros de amistades y los que pedía prestados en la biblioteca Gener y del Monte. Eso sí, siempre los devolvía.

“Al comienzo, no tenía un autor de preferencia. Empezaba la lectura y, si la comprendía, seguía. Yo no leía boberías. Aborrecía las novelitas trágicas. Prefería las temáticas asociadas con el trabajo, la familia, el amor, la vida, pero desde una perspectiva práctica”.

—¿Cómo nació su talento para la poesía?

—Yo no me explico cómo pasó. No hubo amigos que me influyeran al respecto. Sin embargo, mi tío, Manuel Labra, era un hombre inteligentísimo. Poseía un espectro de conocimientos tan amplio, que muchas personas venían desde lejos a consultarlo sobre cualquier tema. A mí me fascinaba la fluidez con la que se expresaba, seguro eso me señaló el camino.

Nos interrumpieron. El reloj marcaba la hora de una ligera merienda. Bebía su jugo, mientras me contaba que, aunque conservaba muchas cosas sin revisar, ya no escribía. “La poesía resulta muy difícil, hay que sentirla”. Y me murmuraba con añoranza, casi al oído, su complicidad con la máquina de escribir.

—¿Qué es lo que más le gusta en la vida? 

—Pensar. Me enajeno y creo mis historias, los dramas de la vida. También me gustan los animales, pero es muy complicado cuidarlos. Tengo gatos y perros. A personas que quiero mucho les regalé las aves. No tenía recursos para alimentarlas. Esos animales tan preciosos e inocentes había que atenderlos constantemente.

“Se balanceaba en el sillón a la par de sus anécdotas. Un rayo de sol iluminó mi rostro y ella, atenta, contemplaba mi juventud y decía: ‘Es muy triste la vida. Lo que amamos de verdad, desaparece siempre. La realidad del mundo es algo muy dramático. Nada es eterno. Todo fenece’”.

En Calzada de Tirry 81 se concentraba el aroma de una ciudad. Un amor inmóvil en el tiempo bañaba el cuerpo de una mujer que acogió sobre su pecho el nombre de Matanzas. 

Carilda suspiraba y confesaba la devoción con la que se entregaba al mar, y cómo bajo su piel llevaba tatuado cada recuerdo, cada rincón yumurino. De repente, hizo silencio por unos segundos. Inmediatamente, declamó emocionada un fragmento de su poema Canto a Matanzas.

“(…) Matanzas: siempre me curas

después que el amor me enferma.

Si tengo la dicha yerma

y las palomas oscuras

me das tus vendas seguras…

Si me sobra el corazón,

si mis labios besos son

y no le encuentro remedio

voy a la calle del Medio

y me compro una ilusión (…)”.

La Novia de Matanzas tosía una y otra vez. Mi rostro palideció del susto, puesto que el diálogo se había extendido por más de 30 minutos. Aún me quedaba tanto por decirle, pero detuve la grabación. Refrescamos la garganta con unos sorbos de agua y me despedí, eternamente agradecida.

Avanzó el verano, y palpitaba en mí la continuación de otro “Discurso de Eva”. El boceto quedó idealizado en mi cabeza. Sin más, el 29 de agosto, después del mediodía, me enteraba de que Carilda había fallecido. Desde ese instante inicié la transcripción de nuestra cita, aquella “tarde para dejar en testamento”. (Por: Gisselle Brito García)

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