
Imagen ilustrativa generada por IA con fotor.com
Hace algunos días atrás mi abuela, la matriarca, la señora de carácter; murió. La muerte ocurrió por una penosa enfermedad. No fue cáncer, sino tiempo. Primero ella perdió la memoria, que resulta igual que extraviarse en su propia oscuridad privada. Luego, se le redujeron las carnes y se le agrietó la piel, como tierra seca y cuarteada, hasta que tomó la apariencia de una muñeca muy muy vieja con ojos de vidrio.
Durante más de ocho años mi familia libró una guerra que sabíamos que no íbamos a ganar; pero igual cubrimos con trapos los relojes de la casa y colocamos bocabajo los teléfonos. Creímos que si no estábamos al tanto de la hora le daríamos un esquinazo a la muerte. Sin embargo, al final perdimos.
Tras un largo proceso de lenta muerte, queríamos enterrarla lo más rápido posible. La habíamos velado en vida. Mi madre y mi tía lo hicieron con la misma devoción que a una santa, quizá para ellas sí fuera así. Además, que después de tantos años postrada y con la cabeza comida por el comején, muchas de sus amistades y familias se habían ido antes que ella.
La bóveda de mi familia por parte de madre queda en Manguito, un pueblo a unos kilómetros de Colón, y a ella la cuidaban en casa de sus hijas, en Matanzas. Me ocupé de los trámites en la funeraria para el traslado, en lo que mi madre elegía una bata de casa florida para mi abuela y acicalaba el cadáver, porque una mujer presumida en vida, no puede ser menos en la muerte.
En la funeraria, con todo hablado, pregunto si el carro que estaba parqueado afuera era el que nos llevaría y me responden que no, ese tenía poco combustible, que esperara al próximo. Una hora después, apareció el nuevo transporte. Sin embargo, otra vez me explican que la gasolina no alcanza. Me enseñan una tarjeta y me aseguran que en verdad sí tienen, pero necesitan poder reabastecerse en algún “servi”, pero como no había fluido eléctrico en la ciudad no se podía.
Los “servi”, según me argumentan ellos, poseen grupos electrógenos; pero hay una orden de que solo se pueden encender si lo autoriza un funcionario específico del Gobierno. En ese momento, llamaban al señor, pero este no respondía o el teléfono le daba apagado o fuera del área de cobertura.
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De nuevo el tiempo, el que no tiene madre, volvía a jugarnos una mala pasada. En lo que esperaba que llegara el automóvil y discutía por el tema del combustible —por cierto, no permiten que los familiares lo consigan con sus recursos— serían las tres de la tarde. El recorrido de Matanzas a Manguito demora dos horas y un poco, y los cementerios cierran al anochecer. Si la situación continuaba el mismo curso, nos veríamos obligados a velarla, algo que para no estirar tristezas y dolores queríamos evitar a toda costa.
Al final, por suerte, tal vez el déficit bajó y uno de los “servi” pudo proveer, y se realizó el traslado. No obstante, quedó la sensación de que incluso morirse resulta un enredo, un trámite burocrático, un surrealismo tropical. Acompañé el ataúd en el carro funerario y le pregunté al chofer si casos como el ocurrido eran comunes. Me contestó que, por desgracia, más de lo que se quisiera.
No culpo a nadie en sí. Creo que fue un fallo de prevención y previsión. Si sabemos que el país atraviesa un complejo contexto energético, que se ha sostenido por varios años, se deben tomar medidas efectivas para detener estas contingencias. Por ejemplo, la autoridad para prender los grupos electrógenos no debe recaer en un solo individuo; o tal vez se pueda habilitar una gasolinera para atender estos no tan imprevistos.
Lidiar con la pérdida de un familiar —una matriarca con los ovarios del tamaño de una Isla— constituye un momento sensible, porque nos saca quizás el sentimiento más humano: el odio hacia la muerte. Realmente, uno no quiere enfrentar en medio de su duelo las cotidianidades que nos recuerdan lo enrevesado de la vida.
Lo que sucedió en la funeraria pudo ocurrir también para otros servicios, como ambulancias o los taxis que trasladan a los pacientes que requieren diálisis. Cuidemos a nuestros muertos que de ellos venimos y hacia ese destino vamos. Cuidemos a los que nos queda todavía un poco de tiempo en el reino de los vivos. (Edición web: Miguel Márquez Díaz)
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