Cuando Carilda Oliver Labra escribió «Matanzas, bendigo aquí / tus malecones mojados, / los árboles desterrados / del Paseo de Martí (…)», llevaba en su lira el sentir de todos aquellos matanceros que alguna vez caminaron, o quizás encontraron el amor, a la sombra de una de una de las alamedas más concurridas de la ciudad.
Surgido con el nombre de Paseo Nuevo en 1838 y poco después bautizado como Paseo de Santa Cristina —aunque todo apunta a que poseía más apelativos, como Paseo de Versalles o Paseo San Severino—, el actual Paseo de Martí fue concebido como un área de esparcimiento para la población matancera con un kilómetro de longitud y sesenta metros de ancho.
En sus inicios, la arteria poseía tres glorietas: dos en sus extremos y una en el centro; vías peatonales contiguas y dos secciones de árboles que ornamentaban la avenida central.
A lo largo de su historia la engalanaron tres monumentos —uno por cada glorieta—: la estatua de Fernando VII, que anteriormente fungiera como figura central del actual Parque de la Libertad; el monumento a los soldados estadounidenses muertos en la guerra hispano-cubano-norteamericana; y el obelisco a los mambises fusilados, con un ángel custodio que desapareció durante el ciclón del 33.
A un lado de la alameda comenzaron a erigirse numerosas residencias de la burguesía matancera, como es el caso de la quinta Las Delicias, más grande y hermosa edificación de su tipo construida en Matanzas, que, lamentablemente, fue demolida en los años 80 para establecer un consultorio en su lugar.
Otra de las pérdidas irremediables del Paseo fue la tala injustificada de sus icónicas arboledas durante la construcción de la Vía Blanca; suceso que causó una gran conmoción en la población yumurina, al punto que la poetisa Carilda Oliver Labra hizo referencia a él en su poema Canto a Matanzas.
Con el paso de los años, el homólogo matancero de la capitalina Alameda de Paula cambió en numerosas ocasiones de estructura y monumentos, sobre todo desde que las autoridades republicanas decidieron, con más o menos razón, que por él pasaría la conexión vial entre La Habana y Varadero.
En remodelaciones recientes se volvió a sembrar árboles en su paseo central; aunque, como en la fábula del barco de Teseo, no se trata de la misma madera —y mucho menos la sombra— que cobijó a cientos de caminantes y enamorados en las frescas tardes de domingo frente a la bahía. Sirvan estas fotos como testimonio de su existencia; al fin y al cabo, no hay hacha, por muy afilada que sea, que tale un recuerdo feliz.