Yo también debí tirar más fotos. Debí encaramarme más en aquellas sillas plásticas, que se apilaban unas sobre otras para que el niño que fui subiera hasta la cima y se sintiera el rey del mundo. Debí darle más golpes a la piñata, y agacharme a la velocidad del rayo para llenarme los bolsillos de caramelos de fresa —sí, de esos que ya no existen—.
Debí comer más pellis. Lo mismo con los sapitos, las croquetas del Ditú. Debí mataperrear más, enfangarme los pies y las manos, para obtener esos anticuerpos que ahora tanto necesito. Debí mecaniquear más con mi papá, o al menos no protestar y aguantar bien la linterna, como él me pedía. Debí conversar más con él: papi, ¿qué tal tu día?, ¿me lees un poema?
Debí abrazar más a mi abuela. Pedirle que me traqueara los dedos de los pies y me hiciera cuentos del campo; esos que siempre escuché en voz de mi papá y ahora me hubiera gustado que ella también me contara. “Los abuelos no me gustan porque se acaban pronto”, escribió Alexis Díaz-Pimienta, y la mía se me acabó tan rápido que ahora no es mucho más que un par de fotos, el recuerdo de sus canas, los primos.
Debí leer más libros, Había una vez, Oros viejos. Debí disfrutar más las aventuras y sentarme religiosamente frente al televisor, a las siete de la noche, para sentirme fugitivo, campeón o papalotero, según el caso, y descubrir que la Atenea no está en Grecia, sino en San Miguel.
“Debí bailar más”, confiesa mi mamá. “Debí comer más pizzas cuando solo costaban cinco pesos”, me cuenta un colega. Todos tenemos algún remordimiento, ese “debí quererme un poquito más” que llegó demasiado tarde, o quizás un recuerdo que nos hubiera gustado atesorar para siempre: el primer beso, aquella mascota, la última vez que el Barça ganó la Champions, los “motivitos”.
“Cuando mi abuelo estaba en la fase final del cáncer, yo tenía ocho años y le escribía cartas. Él no podía responderlas, pero las escuchaba y teníamos una especie de lenguaje de señas para saber si le habían gustado. Debí escribirle más”.
“Debí haberle dicho ‘te quiero mucho y te voy a necesitar’ a mi mamá cuando se fue del país, y abrazarla. Ahora no sé cuándo pueda abrazarla de nuevo”.
Debí perrear más en aquel verano de 2019. Debí aprovechar más la Vocacional; memorizar sus pasillos, sus escaleras. Debí pasar más tiempo con mis amigos, decirle a mi familia lo mucho que los quiero; visitar más ese malecón sin mar que tienen todas las ciudades de esta Isla-naufragio.
Debí jugar más con mi sobrina. Así, tal vez ahora me dolieran un poco menos sus videollamadas. Yo también debí tirar más fotos; porque, como la vida me terminó demostrando una y mil veces, la verdadera felicidad se encuentra en las pequeñas cosas y no somos conscientes de ello hasta que ya es demasiado tarde para recuperarlas.