Amanecer es… Es complicado hablar de Amanecer. Tan complicado como hablar de uno mismo. La sencillez se nos escurre entre los dedos cuando intentamos atraparla, definirla.
Por eso, en estos tiempos sobreinformados, voraces, donde vivimos a millón, una película así parece tan buena y necesaria. Siempre lo ha sido, desde el remoto 1927, pero ahora en especial un poco más. Te instala en una sala oscura que no existe, a la que entras siendo uno y de la que sales siendo otro, descansado del ritmo de la vida y mejor de salud tras una inyección de celuloide en vena.
Una historia “de ningún lugar y de todos los lugares”, que llama a sus protagonistas “el hombre” y “la esposa”; que se entiende tan fácil como se siente. Los problemas que te agobian se hacen o bien más llevaderos o bien más irritantes, cuando dejamos atrás esta hora y media de blanco y negro en silencio. Un silencio que te comunica muchas cosas, tantas como para avergonzar a cualquier autor del sonoro.
Se subtitula Una canción de dos humanos. Al acabar, contándote a ti, es de tres. Si la ves con alguien más, de cuatro. Y así, aumenta de espectador en espectador, hasta ser una de las pocas obras perfectamente exhibibles a cualquiera, sin miedo a la indiferencia. Candidata a la Memoria del Mundo en la Unesco. Una canción de muchos humanos.
Probablemente nadie sea capaz de explicar su efecto mágico. Parece que el cine, mientras más puro, menos necesita ser explicado. Y como el cine mudo es pureza, una que no volverá, de esencialidad “visible a los ojos”, precisamente cuesta más hallar las palabras que expliquen, interpreten o profundicen en sus imágenes.
No es que no se pueda. Si los milagros de Miguel Ángel, Bach o Van Gogh son posibles de abordar en textos y conversaciones de cualquier magnitud, supongo que también los de Friedrich Wilhelm Murnau. Para el arte siempre hay reacción, sea un aplauso, una monografía estudiantil o una crítica pendiente. Lo que sucede es que algunas obras concentran en sí mismas tanta fuerza, tanto antes y después en la Historia, que acercarse a ellas intimida un poco y uno se sabe insuficiente ante la grandeza de lo que le apasiona: la clásica tentativa de Ícaro bajo el sol.
Que dedique estas líneas a la alborada del cine y a Amanecer, una de sus cumbres en el horizonte, no es casual. Tampoco que abrace la etapa silente, como quien huye de una ruidosa.
A finales de 2024, en desconcierto y decepción por el ya mítico proyecto “Megacóppolis” (al punto de no sentirme todavía capaz de escribir sobre ello), de momento me olvido de ese evento sin precedentes ni futuro, de ese salto de fe en la nada que ha supuesto para mí lo nuevo de un maestro, y por recobrar las fuerzas empeñadas me vuelvo a lo contrario. A la base, al punto de partida. Al cine del pasado que sigue siendo actual, aunque no concurse en Cannes, porque su modernidad está en nosotros y, hasta después de muertos, sus artífices saben encontrarla.
Elegí Amanecer, entre miles y miles, ya que últimamente pienso mucho en Murnau. Hay un nuevo Nosferatu en manos de Robert Eggers, algo tendrá que ver. O quizá se deba a que, como el Coppola del momento, también Murnau probó aquí adelantos técnicos, trató la condición humana y se jugó el pellejo, si bien con mejor suerte.
El alemán realizó Amanecer el mismo año en que El cantante de jazz (estrenada solo un par de semanas más tarde) introducía el diálogo audible en las vidas cinéfilas. Intuyendo sin duda el posible cambio o fin definitivo del negocio tal como lo conocía, metió en su film todo lo que sabía de ese arte que había forjado sin audio. Así se explica la madurez extraordinaria que Amanecer posee en lo artístico (como en lo sentimental). Cuenta con banda sonora y efectos de sonido sincronizados, no obstante, y ello queda como una prueba limítrofe del período crucial en que está hecha.
En realidad su última ofrenda a la eternidad acabaría siendo Tabú (de 1931, el año de su muerte), y me gusta tanto que no dudo en ver ambas juntas cada vez, como siamesas crepusculares de celuloide. Vienen juntas en el testamento vital de uno de los autores obligatorios del mundo Lumière. Sin embargo, Amanecer tiene una de las cosas que más disfruto y me conmueven, también presente en el Welles de Sombras del mal o en el De Palma de Impacto: el dominio global que el cineasta alcanza de su técnica, de sus inquietudes, de su amor por el medio donde hoy está pero mañana puede que no, y el tratamiento que confiere a cada momento del film como si fuese el último, como si más que nunca se supiese un simple mortal, un ser expulsable del plató, y jurase dejar en cada plano su vida, sus obsesiones, lo que ha significado para él filmar.
Por eso hay tanta precisión en el encuadre y destreza en el movimiento de cámara.
Por eso los actores están dirigidos de maravilla.
Por eso la trama tiene carácter universal.
Por eso se siente como una despedida del cine anterior y un saludo al posterior: un ocaso y un “amanecer” simultáneos.
Por eso no se me ocurre, para explicarle a alguien quién es Murnau, o por qué vale la pena Murnau, sugerirle una cinta que no sea esta. De paso, mi interlocutor se redescubrirá más cinéfilo de lo que era. Una vez disfrutada la “canción de dos humanos”, buscará sensaciones similares en obras que no tendrán nada que ver, se topará con maravillas y bazofias, intentará dar con la película perfecta como un matemático obsesionado con una fórmula. Pero no cualquier fórmula, sino una ya observada y que no consigue aprehender, aunque a toda costa la desee aprehender.
De ahí la pureza irrepetible a la que me he referido antes, propia de este título y de tantos otros de su tiempo. No digo irrepetible porque así lo dicte un dogmatismo, sino por condiciones históricas que hacen imposible la concepción de un ejercicio como Amanecer en las marquesinas de hoy.
Imaginemos un remake fiel, sonoro si queremos, estrenado en 2024. ¿Se puede superar el original? Digamos que sí en cuanto a guion, y que nos llenan la nueva propuesta de diálogos hermosos, de nombres para los personajes, de especificaciones geográficas donde transcurra la historia. Más aún, digamos que ni se aspira a superar el original de 1927. ¿Es posible siquiera hacer un remake fiel? ¿Donde se mantenga el intento de feminicidio que justifica el argumento, ¡ojo!, con el posterior perdón que el hombre implora a su posible víctima?
A decir verdad, fuera de políticas culturales (y entre ellas las que atañen a la representación de la mujer), dudo que un director de hoy se atreva. Incluso el menos presionado por las sensibilidades contemporáneas, incluso el más osado de la temporada. Dudo que aparezca alguien lo bastante en forma para contarle a un público esta trama (extraída del cuento La excursión a Tilsit, de Hermann Sudermann) con la mitad de magnetismo, claridad e inspiración que exhibe Murnau de comienzo a fin. A lo mejor le sale un thriller estupendo. Murnau obtiene el melodrama, la comedia y también el thriller estupendo. No sé si me explico.
¿Cómo aunar tantas vertientes sin que choquen entre sí? ¿Cómo extraer de cada una su esencia, como si un segmento lo rodase Vidor, otro Lubitsch, otro Lang…? El maestro se llevó el secreto a la tumba. Unos vándalos sustrajeron de ella su cráneo no hace mucho, mas no su secreto.
Intento de feminicidio o no, toxicidad amorosa o no, banalización del crimen o no, lo que Amanecer logra es de una complejidad abrumadora, y por eso pone tan alto el reto: trascender lo intrascendente, hacer interesante lo común, darle importancia a aquello que no parece tenerla. Como la crisis de un matrimonio rural. Solamente atreverse a contar bien este cuento, con lo tortuoso y contradictorio y delicado que se torna, es una prueba de valentía. Conseguirlo, lo es de sabiduría fílmica.
De la historia más vulgar y sórdida, como el Hitchcock de Encadenados, ha hecho la película más bella que puedes estar viendo. En esos instantes donde deberías reprobar pero solo contemplas, donde deberías condenar pero perdonas, donde deberías odiar pero amas, existe un pasmoso equilibrio del suspense, del tono, de lo que te ha enseñado y lo que está a punto de enseñarte.
Empezando por el adulterio y el complot, hace pasar a su pareja enamorada por todo, hasta por circunstancias dualmente contrapuestas: la culpa y el perdón, lo arcaico y lo moderno, la rutina y el cambio, la zozobra y la salvación, el buen y el mal tiempo en términos generales. La mirada del director es tu guía. No hay un solo punto de vista suyo, u observación que haga sobre cualquier aspecto del relato, que no consiga que advirtamos enseguida y comprendamos.
Truffaut lo decía de Hitchcock, pero el director de Amanecer es otro que bien dirige al público. Y este último es más difícil de dirigir que un elenco de divos o un técnico reacio a la experimentación.
Puedes detestar al casi homicida que protagoniza el relato. Puedes detestar a la esposa por sumisa. Puedes detestar a la amante por malvada. Puedes renegar, incluso, de las manipulaciones de la ficción y creerte inmune a lo que el metraje tiene por mostrarte. Murnau es consciente de ello. Eres su objetivo.
¿Sus herramientas para transformarte? Estratégicamente aplicadas por doquier, de una nota de amargura en el rollo uno a otra de alegría en el rollo dos. La clave está en el momento de la boda que contemplan los esposos atribulados como si fuese suya, uno de esos pedazos de la historia del cine que la hacen digna de estudio y preservación.
Las miradas con que George O’Brien y Janet Gaynor reaccionan al juramento de amor eterno, a los votos sagrados que asumen dos jóvenes en quienes se reconocen desde la distancia, que viven el día más feliz de sus vidas como ellos vivieron el suyo tiempo atrás, antes del hastío y la llegada de una amante y las dudas y la locura que él estuvo a punto de cometer… Son miradas imposibles de remunerar con premios. Pertenecen a la pupila humedecida de cada espectador.
El corazón responde inevitablemente a semejante combinación de técnica con sentimiento, nos volvemos esclavos voluntarios de lo que vemos. Como en el “¡A Dios pongo por testigo…!” sobre la tierra roja de Tara. Como en un aeropuerto neblinoso de Casablanca. Como en el ring donde un boxeador derrotado solo reclama el abrazo de su amada.
Sublime escena, y sublime es poco que decir cuando la repito. Patrimonio del audiovisual, de la creación humana, de mi humanidad. Por no decir toda la secuencia, ya que la estancia de “el hombre” y “la esposa” en la ciudad abarca el espacio central del film sin un solo minuto de desperdicio, sin una sola idea fuera de lo preciso y magistral. Y cuando recordamos que el inicio y el desenlace son igual de inmejorables que el nudo, para lo que la película busca, ¿cómo dudar que el cine merezca un sitio en los museos, en las exposiciones universales, en la numeración de las conquistas llamadas artes?
Amanecer es… Es complicado hablar de Amanecer.
Ficha técnica
Título original: Sunrise: a song of two humans; País: Estados Unidos; Año: 1927; Dirección: F. W. Murnau; Producción: William Fox; Guion: Carl Mayer; Fotografía: Charles Rosher, Karl Struss; Montaje: Harold D. Schuster; Escenografía: Rochus Gliese; Música: Hugo Riesenfeld, Ernö Rapée; Reparto: George O’Brien, Janet Gaynor, Margaret Livingston