Varios meses después, frente a la barriada de Versalles, el capitán general Arsenio Martínez-Campos había de recordar aquella tarde remota en que Maceo lo hizo pasar una de las mayores vergüenzas de su vida.
(Sí, ya sé. El inicio de esta crónica es casi idéntico al de Cien años de soledad. Lo siento, es que por estos días la adaptación de Netflix me ha salido hasta en la sopa. Perdonen el plagio, o más bien acéptenlo, y síganme la rima).
Era noviembre de 1878, y el caudillo se encontraba en Matanzas para inaugurar aquel cruce sobre el río Yumurí que los locales, en su honor, habían bautizado como Puente de la Concordia, aludiendo a la paz alcanzada tras el Zanjón.
«Paz ni paz…», de seguro pensaba Martínez-Campos mientras la banda militar tocaba la marcha de ocasión. Los insurrectos no paraban de darle dolores de cabeza, sobre todo el tal Ramón Leocadio. Discordia hubiera sido una palabra más acorde con la situación. «Pero bueno, el pueblo así lo quiso», y sonreía a la multitud.
A su lado, un funcionario local le hablaba del puente, pero él solo captaba ideas aisladas. Que si el arquitecto se llamaba Pedro Celestino, que si se inspiraron en un puente de Sevilla…
Entre palabra y palabra, en la cabeza de Arsenio resonaba una voz que había escuchado una sola vez, pero que recordaba con lujo de detalles. «Guarde… Documento… No… Entendemos». La banda deja de tocar. El funcionario se calla. Arsenio vuelve a sonreír, y se retira.
Martínez-Campos falleció en España el 23 de septiembre del año 1900. Fue enterrado en el Cementerio Sacramental de San Isidro, donde, según cuentan los celadores del camposanto, la tierra alrededor de su tumba tembló justo cuando cierto puente matancero cambiaba su nombre por el de uno de los acompañantes de Maceo en aquella tarde remota: José Lacret Morlot.
Sin embargo, el sismo no duró mucho más que un par de segundos. Al fin y al cabo, Arsenio no podía hacer nada: las estirpes condenadas a cien años de discordia no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
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