Familias. Fotos: Estela de Castro
En el instante mismo en que apareció Amarel yo quería contárselo todo. Recuerdo que desde muy temprano en la mañana me había puesto a limpiar el traspatio. Barría las hojas secas con el tridente y hacía montañitas. Las miraba y pensaba en la posibilidad de lanzarme sobre ellas y quedarme a vivir allí. Quedarme a vivir en la posibilidad de que la vida me arrojara sobre algo dócil, cálido y mullido. Las montañas de hojas secas pudieran servir, a no ser por esas hormiguitas de fuego llamadas santanillas que invaden cada cierto tiempo. Habitar en esa pequeña parcela es una idea que acaricio a ratos porque es un sitio luminoso y suave, adonde no llegan muchos ruidos y las voces de las casas vecinas se escuchan como en sordina. Hay zonas de sol y zonas de sombra fresca pero también hay santanillas, como en la vida. Siempre hay algo que produce ese escozor, esa desesperación que no se calma. Aunque estemos en un lugar de ensueño o viviendo un evento mágico, invariablemente aparece alguna santanilla. Así es que vivir en el fondo de la casa, dejándome acariciar por las montañitas de hojas pese a las hormigas rojas no me parece un proyecto tan descabellado.
Cuando llegó Amarel yo había cortado ya la última mata de plátanos que había parido y eso duele, así de dramático. Cortar una mata porque parió no solo es matar una madre en este pequeño mundo sino también en el gran mundo. Trocear una mata de plátanos es asesinar una madre de la extensa familia que tiene parientes en los Himalayas, Filipinas, África, Australia. Un horror cometido en esta mínima porción de tierra es y seguirá siendo un horror a escala planetaria. El mal es enorme, como todos los males. Ningún mal es chico. A pesar de la utilidad práctica de los cortes después de hacerlos me quedo largo rato merodeando por entre el orégano, la manzanilla, la albahaca y el jazmín, pidiendo perdón. Quizás por eso la recalada de Amarel, su manera flaca y desgarbada de acercarse, su maullido casi silente, me dieron cierto consuelo.
Lo vi y mi impulso fue gritarle –“Hugo, Hugo—”, convencida de que ese era su nombre. El gato famélico que se mantenía en pie con mucha dificultad, salido de no sé dónde, más muerto que vivo, con pelambre antes amarilla y ahora sucia y que apenas podía abrir los ojos, pero aun así se me acercaba como si yo no fuera una desconocida, me hizo pensar en Hugo, el gato que también lucía como perro en la excelente novela Memorias de una superviviente, de la magistral Doris Lessing. Tal vez hice la asociación porque nuestra ciudad estaba sumida en un largo apagón y, desasosegados, deambulábamos sin saber bien qué día era, enterándonos a cada rato de alguien que había partido hacia otras costas y esa incertidumbre en algo se semejaba a la descrita por Lessing que hablaba de barrios enteros habitados por supervivientes donde habían fallado las comunicaciones y los suministros de alimentos.
Llamarle Hugo quedó entre él y yo, al resto dije que le llamaríamos Amarel, una variación sonora del latín amarellus, de donde proviene la palabra amarillo. Amarel/Hugo, aunque da sus largos recorridos más allá de nuestros muros, se ha quedado a vivir en casa. Tiene una salud muy frágil y a cada padecimiento o herida de guerra somos sus enfermeras y cuidadoras. Él se deja atender y después se va, pero en algún momento regresa porque aquí está su familia humana y la de sus otros parientes conformada por el gato Mohamed, alias Momo para los íntimos -no por la novela homónima de Michael Ende, sino por el personaje de la de Romain Gary (La vie devant soi)- y Minnie, la perrita dulce pero a la vez presta a lanzar un mordisco.
No busco convencer, solo contar que la familia multiespecie que somos me ha salvado en muchas ocasiones pese -o quizás debido a- el permanente desafío que representa. Siempre salgo ganando, da igual si vigilan la meseta cuando se está cocinando (no olvidar que no hay gato ladrón sino cocinera descuidada). Da igual si el día que más apurada estoy alguno se impacienta y debo abandonar mis planes para, envuelta en furia, dar un baldeo profundo a la casa. Todo palidece ante la manera que tienen de asomarse a la puerta de mi habitación cuando estoy enferma. Da igual si camino media ciudad buscándole alimentos que luego devoran en un santiamén. Da igual porque tras cada enfermedad mía los miro y me digo: siéntate un rato al sol, como ellos, para que te recuperes más rápido. Sé que Amarel un día se irá y no volverá porque adora deambular. Muchos ya se han ido, humanos y no. Hay que aprender a vivir con eso, también me digo.
La familia multiespecie es observada desde las últimas décadas. La antropología, la sociología, la psicología, las investigaciones de comportamiento animal y humano, etc., han comenzado a prestar atención hacia formas de organización social no tradicionales que involucran la convivencia, colaboración e intercambio entre individuos de distintas especies y ello presupone un campo de indagación y conocimiento rico y en permanente evolución.
Muchas son las variaciones de estas familias y los modos de asumir la experiencia. Marithelma Costa, profesora y escritora puertorriqueña, vive en Nueva York con Totó, un loro gris africano que debe su nombre al protagonista de la película Pajaritos y pajarracos (Uccellacci e uccellini), de 1966, dirigida por Pier Paolo Pasolini. Totó llegó a su vida mientras ella se recuperaba de una enfermedad adquirida por vivir muy cerca de las Torres Gemelas cuando el atentado del 2001. Carente de energías no pudo ir a elegir una mascota que hiciera sus días más llevaderos, lo hizo entonces quien era su pareja. Tuvieron que esperar un tiempo mientras el animalito, recién salido del huevo, crecía y se adaptaba a los cambios. Semanas después, Totó entró en casa moviendo su cola roja y allí permanece, en cambio la pareja de la escritora no. Santanillas de la vida…
El Greenwich Village -de calles arboladas y uno de los epicentros de la cultura artística y bohemia desde los años sesenta- que en verano los ve caminar juntos o andar en bicicleta, acogió este maravilloso núcleo multiespecie y disfruta del divo Totó que manipula a sus admiradores y se comporta con su humana como un macho alfa: unas veces cariñoso y otras, dominante, voluntarioso e insoportable, pero ahí están, conviviendo y queriéndose. Como Totó tiene solo veintidós primaveras y la profesora Costa hace rato pasó el medio siglo, queda claro quién cuida a quién. Él ya conoció el Puerto Rico natal de su humana y le produjo un tremendo gozo caribeño. Como dicen en mi barrio, parecía de ahí, de toda la vida. Ella, sin neurosis, pero con suma atención piensa muy a menudo en el cometido de elegir muy bien al próximo pariente de Totó, con todo lo que conlleva ese pensamiento, esa misión.
A más de ocho mil kilómetros de la casa de Totó, en Isla Negra, Chile, la poeta Damaris Calderón asegura que “hay cosas maravillosas que no tenemos palabras para nombrarlas, que tenemos que inventarlas porque no entran dentro de la convención. Nuestra relación con los animales no es algo nuevo, es una conciencia más o menos recobrada de que formamos parte de un todo, que somos familia también con el animal, el río, el pájaro y el árbol”. La escritora cubana afirma rotundamente que no es dueña de nadie y que de su hermosa familia perruna aprende cada día la lealtad, la ternura, todo eso que “en nosotros son conceptos y en ellos expresión de vida”. Sol y Albita la acompañan a menudo a merodear por el litoral o andan cerca cuando ella lee o escribe. La cuarta integrante de esa hermosa familia era Sofy, a quien la poeta cuidó con devoción hasta sus últimos días para luego, delicadamente, enterrarla en su propio patio. Del pequeño promontorio brotaron flores de invierno y algunas mañanas vienen a posarse allí las tórtolas. Las nanas de Calderón para su familia no humana son hermosas y conmovedoras, de una de ellas, la dedicada a Sol, dejo aquí un pequeñísimo fragmento: “Mi faro de cuatro patas/ mi lámpara, mi farol/mi ternura consentida/eres la luz de mi vida/ojillos llenos de amor”.
Si cierro los ojos podría trazar un triángulo imaginario de familias multiespecie. En un extremo viven Marithelma y Totó, en otra de sus puntas, cerquita del mar y de las huellas de Neruda y Violeta Parra, habitan Damaris, Sol y Albita. Mientras, en un posible tercer ángulo, en Madrid, a más de cinco mil kilómetros de Totó y más de diez mil de los peludos sureños, Estela de Castro se desvela por ayudar a los animales que se cruzan en su camino. Esta reconocida e importante fotógrafa española forma parte de la familia integrada por Nina, Renko, Cloe, Sulay, Poco y Pimpo, salvados del maltrato de cazadores y de anteriores dueños que los habían dejado a merced de cualquier contingencia.
En estos días, pese a la llegada del huracán Rafael y con él otra sacudida de nuestros sueños, como parte del evento internacional FOTOCANÍMAR, en la Oficina del Conservador de la ciudad de Matanzas quedó inaugurada la exposición Retratos de familia, de Estela de Castro. Allí, en los largos ventanales de la céntrica calle Medio y hasta fines de mes, es posible observar varias familias multiespecie y ser testigos visuales de las historias de esos rescatados, salvados y agradecidos que son Hugo, Nilo, Pandora, Gora, Gazpacho, Pelucky, Frank, Frida, Pablito, Tormenta blanca, Tutankammón, Rafa y Ramón quienes, junto a Ratatouille, Golfo, Zipi, Pipa, Tara y Menta, entre otros, ofrecen una conmovedora narrativa de sus destinos. Mirando el trabajo de Estela de Castro aprendemos de la pata quebrada, el hocico lleno de cicatrices, las cuerdas vocales escindidas, la ceguera que avanza, el automóvil que no se detuvo a tiempo y el olfato que se pierde. Conocemos de animales inicialmente violentados, explotados por las industrias, rescatados del matadero o justo en el minuto antes de ser arrojados a las brasas, pero salvados a tiempo, tenidos en cuenta. Animales que ahora, confiados, miran y se dejan mirar por la cámara, junto a sus familias humanas.
Esas fotografías cuentan una realidad que de otro modo quizás jamás sería revelada. Y lo cuentan con belleza, activismo y denuncia, en un relato comprometido desde el veganismo ético de la creadora madrileña, desde su mesa libre de animales, desde su plato a donde ninguno de ellos irá a parar. La base conceptual del proyecto está despojada de dolor y morbo y no se centra en un clamor de piedad, sino en la defensa de derechos. Bien sé que estas imágenes constituyen una obra de arte en mayúsculas, pero también sé de muchos de nuestros celulares atrapando en un flash torpe y amoroso imágenes de nuestros acompañantes no humanos en esta cotidianidad difícil que podría ser aún más dura si no les tuviéramos a ellos cerca.
Hace muy poco tiempo, Valencia sufrió una inundación atroz y muchos fueron los fallecidos, aun hay personas desaparecidas y zonas arrasadas. Apenas un poco antes sucedió un infortunio parecido en la región oriental de Cuba y la tristeza nos sigue acompañando. Aunque no con exactitud, en ambos casos se conoce la cifra de personas desaparecidas, fallecidas, la cantidad de casas deshechas, de existencias destruidas. Poco sabemos, sin embargo, de los animalitos que vivían y correteaban junto a quienes ya no volverán a ver la luz del sol. No podemos contar esos otros fallecidos o los que andan vagando porque perdieron a su familia humana pero esas pérdidas también cuentan.
Quisiera relatarle todo esto a Amarel/Hugo pero me parece tan triste que solo atino a tratar de retenerlo dentro de casa, junto a Momo y Minnie, para que no se moje o se lastime con los vientos del huracán Rafael que ya se sienten y que trato en vano de exorcizar mientras, nerviosa, comienzo a redactar estas líneas. Para no angustiarlo y tratar de frenar su espíritu callejero y aventurero le hablo de quienes podrían ser sus amigos porque viven a relativa poca distancia. Le menciono a Linda, la perra del narrador, periodista y editor Norge Céspedes, y también a Jico, la tortuguita que, abrigada y apretada contra sí para protegerla de la lluvia, él mismo llevó durante varios días seguidos -caminando no pocos kilómetros- hasta la casa de la veterinaria para que recibiera diagnósticos y dosis de inyecciones.
Le converso sobre los caninos Gino y Olly y el dulce gato Lin Manuel, sin olvidar al perro Chivirico Manuel, alias el Chivo entre los amigos y vecinos de la periodista, correctora y relacionista pública Amarilys S. Ribot. A todos ellos les abrió camino Negrita, una criatura libre nacida en la Escuela de Artes de Matanzas que cada noche iba a la carretera a esperar el regreso de los músicos que horas antes habían hecho vibrar sus instrumentos en Varadero, ante las mesas donde otros comensales degustaban animales varios. Negrita, su esposo Peluso y algunos de sus cachorros perrunos frecuentaban asiduamente a la periodista y a su hija. Cuenta Amarilys que Negrita fue su maestra porque “no solo de los humanos se aprende”. Todo ello la preparó para el amor infinito a los animales, latente desde su infancia sin mascotas. Ese fue el comienzo de una larga historia de dedicación y empeños. Gino que fue un bebé rescatado “parecía un rottweiler, pero después se asalchichó…” y luego fueron llegando, unos tras otros, los “satos de su devoción”. Esa es la familia donde también tuvieron cabida los alegres hámsteres Snow y Bart y la jicotea Fortunata. Ribot confiesa que todos ellos han sido y son “su balsa, porque su amor es el mar tibio donde ella flota y también son su ancla”, su cable a tierra.
Al igual que Damaris Calderón, el también poeta, narrador y editor Pablo G. Lleonart y sus padres Mara y Enrique, han sepultado en patio propio a sus animales fallecidos para que permanezcan bien apegados a las otras vidas que se multiplican en los salvados y acunados por la familia. En casa de Pablo, cada gata o gato recogido es nombrado Musa y/o Muso. Lo que varía es su apellido, que va por números como las genealogías de los emperadores. Ahora a Amarel/Hugo le correspondería conocer a Musa IV, que reina con poder casi absoluto. Los innumerables gatos que allí han vivido han sido rescatados de destinos poco nobles. De entre ellos destaca Lucy, que siguió obedeciendo gustoso al nombre de la hija de James Joyce -nombrada así por la canción de los Beatles- a pesar de que al crecer un buen día descubrieron que era macho. No obstante, aseguran que cuando algún otro felino camorrero le preguntaba, el gato de marras explicaba que le llamaban así porque era el diminutivo de Lucifer. Lucy sigue siendo, en la memoria, el preferido de Pablo, mientras Moni, recogido en una cancha de fútbol, lo es de Enrique, su padre. El actual perro de la familia tiene tres años y se llama Sky (siguiendo la línea de la canción: Lucy in the sky with diamonds). Todos los canes adoptados por ellos han sido satos excepto el shakesperiano Yago (un husky siberiano) y una chow chow ciega y muy lastimada, rescatada en una bulliciosa noche de carnaval y a quien se acomodó la familia humana con todos los cambios que la circunstancia exigía. Pese a ser ciega aprendió a distinguir objetos y obstáculos con el apoyo de sus humanos. Tratando de no cambiar muebles de lugar y eliminando cualquier barrera estos adaptaron sus vidas a las necesidades de la chow chow Sidney que a partir de entonces tuvo una existencia esplendorosa. Perros y gatos en armónica convivencia recibieron también a las tortugas inmigrantes Kika y Kiko, dos morrocoyes que atravesaron el mar desde Venezuela para ser acogidos en nuestra ciudad insular.
De todo esto le hablo a Amarel/Hugo quien después de escucharme se alejó lentamente bajo la lluvia para regresar completamente a salvo y seco la mañana después del huracán. Acababa de amanecer cuando él se restregó contra mis piernas y reclamó su desayuno. Entonces supe que yo podría, a tiempo, terminar de escribir y entregar este texto…
La filósofa y escritora francesa Élisabeth de Fontenay, con razón, afirma que la manera en que tratamos a los animales no difiere de la forma en que nos tratamos a nosotros mismos, ni del modo en que respondemos al racismo, atendemos al enfermo, al herido o a quien sufre quebrantos de salud mental. Truman Capote, cuando viajaba, enviaba cartas a su perro. Leonora Carrington, desde niña, repetía: Yo sé que soy un caballo, mamá, por dentro soy un caballo. Gertrude Stein aseveraba que escuchar el ritmo de su perro al beber agua la ayudaba a ajustar la cadencia de su escritura y Víctor Hugo estaba seguro de que un gran amigo suyo fallecido había reencarnado en su perro, el galgo Lux. No estamos solos. Hay una tradición moral, emocional, de afectos e intercambios que nos acompaña y da fe de cuántos aliados tenemos en la maravillosa familia multiespecie que, con certeza y para nuestro bien, estamos destinados a ser.
( Por: Laura Ruiz Montes)