El niño que nunca estuvo allí: Imagen ilustrativa generada por IA
El doctor Jesús Hernández no pudo dejar de contarme, cuando lo entrevisté hace años, un suceso que lo marcó para siempre. La típica pregunta de “anécdotas que recuerde en especial” se convirtió en el despertar de un cuento de horror.
Intentaré reproducirlo con la misma serenidad con que me fue relatado, por más que el lápiz se me paralice sobre el cuaderno alguna que otra vez.
Ocurrió durante las prácticas del recién formado ginecobstetra, ubicado para cumplirlas en el municipio de Jovellanos. Los 60 palpitaban en el ambiente. Cuba cambiaba tanto como un joven, lozano e idealista, todavía incapaz de asimilar el próximo golpe que el destino eligiera.
Atender el parto de una paciente, también joven, no fue motivo para él de la menor extrañeza. Solo la típica que produce encontrarse ante un embarazo difícilmente deseado, ese impacto tan radical para cualquier muchacha inmadura, de campo o no, y sus familiares.
La chica no tenía un padre para su hijo que la acompañase. Tampoco edad suficiente o aspecto de haber asimilado el advenimiento. De hecho, pasado un breve tiempo, ni siquiera su persona estaba allí.
Ni ella ni el bebé: ambos habían desaparecido.
Nadie la había visto dejar la sala. En un descuido del médico y las enfermeras, dos personas se acababan de esfumar cuando ninguna de las dos, por sus respectivos estados físicos, parecía capaz de trasladarse por sus propios medios muy lejos de allí.
La única manera que encontraba Jesús de evitar que le llamaran mentiroso, como algunos prácticamente osaron, era esgrimir su propio testimonio más el del personal. Allí había tenido lugar un alumbramiento y, primero que todo, para ello hicieron falta una mujer encinta y la criatura de su interior. No podían corresponder a la imaginación.
Insatisfecho con las pesquisas inmediatas, el doctor se encaminó al hogar de la lugareña perdida. Una aproximación a la raíz del misterio.
La casa, de rústicas condiciones, quedaba en las afueras, como tantas viviendas aisladas en zona de campo. De lejos, Jesús distinguió sábanas y ropas que oscilaban tendidas al sol, y entre ellas a dos mujeres. De cerca, las reconoció como madre e hija, y esta última, sin duda, había dado a luz horas atrás bajo sus cuidados.
Sin embargo, para su perplejidad, ni una ni otra parecían vivir en la misma realidad que él. Respondieron a sus preguntas con la sequedad cortante con que se rechaza a un loco.
¿Parto? ¿Qué parto? ¡Si la niña nunca había estado embarazada! ¡Jamás! ¿Qué pintaba allí ese intruso, reclamando un niño que, sí existió, por ella no fue! En ese bohío no había nada que hacer, nada que buscar.
Casi se convenció de ello Jesús mientras se marchaba, víctima de la confusión, pero sí faltaba algo por buscar: la verdad. Su parte racional de hombre de ciencia se impuso al shock de verse convertido en el “irracional” de esta historia inacabada.
Pese a la excelente, y casi convincente, actuación de las campesinas, planteó a las autoridades el caso con toda la elocuencia y verosimilitud que pudo.
Solo así fue posible un interrogatorio exhaustivo, tanto a la joven homicida como a su encubridora madre, mientras el bebé permanecía fuera de alcance, apuñalado en la cabeza, al fondo del excusado de una sala de partos.
Cuentan que, quizá por un veredicto de enajenación mental, quizá por las políticas de aquella época que amparaban a la mujer trabajadora, por una u otra causa la muchacha quedó libre. Libre de volver a las tareas hogareñas, de recorrer aquellos campos, de respirar el mundo que no dejó a su hijo conocer.
Ella siguió allí. Él, salvo el rato que ocupó su vida, nunca estuvo.