Retrospectiva de un 13 de agosto. Ilustración: Luis Daniel Rodríguez Báez
Hoy es 13 de agosto, una de esas fechas de las que hay gente que saca fuerzas hasta en la más absoluta austeridad. Así, con el fervor mesiánico que no dejan ir, como otros celebran una natividad.
Siempre es curioso retrotraernos a las efemérides de nacimiento, cuando la historia aún desconocía el vuelco que le darían esos hijos recién incorporados. En nuestro poder tenemos quizás un libro, una gráfica, un post en redes sociales, algo que nos recuerda cierta fecha en la que llegó alguien para quedarse, pero no tenemos el poder de adivinar el porvenir si justo hoy naciera otro ser de altura histórica.
El hombre que viene al mundo sin titulares, sea Fidel o un desconocido, se labra a sí mismo el eco de su nombre en el tiempo.
De ser genoveses a mediados del siglo XVI, ¿qué veríamos de especial en un recién nacido sin fama, por más que fuese un futuro descubridor? Ni siendo corsos del XVIII lograríamos enorgullecernos del emperador venidero porque no habría tal emperador, solo un ser diminuto. Del mismo modo que ni científicos, artistas o atletas tienen forma de identificar y honrar desde tan pronto a los que les continuarán en la gloria.
En el caso de un 13 de agosto de 1926, hace casi 100 años, ¿qué iba a saber nadie, en aquella finca de Birán, por más que los cimientos del destino comenzasen a sacudirse con un simple llanto de parto? ¿Qué iban a esperar del pequeño Fidel los padres y los empleados del lugar, salvo un crecimiento lo más sano posible y una existencia próspera y estable?
Emigrados españoles, gallegos en gran número, llegaban por montones a tierras cubanas por aquel entonces. Parte de ellos, como Ángel Castro, ya habían hallado acomodo y fundado sus familias. Por tanto, el advenimiento de su segundo hijo no debió tener mayor repercusión que el del primero o el tercero. Ningún rasgo premonitorio o fuera de lo común apuntaba a su impacto dentro y fuera del país, o de su época.
Cuando hojeas el segmento de láminas que destaca de costado en Cien horas con Fidel, uno de los elementos que más llaman la atención es el contraste temporal que presenta el protagonista de la voluminosa entrevista.
Ahí, a grandes rasgos, está recogida su biografía en instantáneas y fotos fijas de notable valor documental. Desde su arresto tras el Moncada hasta la ascensión más allá de la Sierra, desde sus contactos con otros presidentes hasta el Papa, las fotografías muestran la evolución física y simbólica de un mismo individuo. Pero lo curioso es que todas parten de un elemento común del ser humano: su origen.
La infancia en Birán. Esa etapa en que no era posible predecir qué rumbo tomaría el niño y adolescente que sonríe a la cámara. Sin riesgos, sin barba, sin el verde de campaña, sin multitudes y estandartes alrededor. Solo la persona común que podía volverse o no extraordinaria, antes de asumir sus designios.
Como diría un grande de la poesía romántica, aquellos días de esplendor en la hierba que nada puede devolvernos, si bien es válido recordarlos y hallar fuerza en lo que aún nos queda de ellos. Días de júbilo en un Birán de fotos blanquinegras, escenario y momento en que nacía un cubano más llamado Fidel.