Una Isla que parece el auricular de un teléfono fijo (Primera parte)
Te escribo ¿»Tas?» y me clavas dos palomas azules. Sé que estás ahí, abajo de esa foto de hace 10 años que tienes de perfil, pero que te ronda la idea de mantenerla, de no actualizarla, porque piensas que así no envejeces, como si fuera el retrato de Dorian Gray. Demorarás en contestar. Siempre sucede así y uno solo quiere preguntarte dónde se puede comprar el pan nuestro de todos los días de bolsa barato.
Entonces, me pongo a reflexionar mientras te sale a ti de donde te tiene que salir escribirme de vuelta; en cómo ha evolucionado el tema de la comunicación, del contactar, del localizar en Cuba, desde mi niñez hasta ahora. El acto de esperar provoca que me pierda en mis cavilaciones. Quizá porque en esta Isla uno siempre se halla a la espera de algo —la ciudadanía española, el perro caliente del quiosquito, las venidas de la luz—, es que logro escribir cada domingo estas crónicas.
Antes, incluso con menos tecnología, resultaba más sencillo. Sin móviles solo te quedaba la opción de llamar a un fijo. Daba timbre y timbre y tú rezando por que alguien respondiera en el otro lado; hasta un punto en que te rendías; no ibas a resolver.
En la casa me regañaban porque, cuando sonaba el teléfono blanco —el mismo modelito de Etecsa que hay en los hogares cubanos hace años—, al agarrarlo, en vez de decir «Diga» o un «Hola», yo soltaba un «¿Quién habla?». Mi madre nunca entendió que no me gusta hablar con las sombras. Por supuesto, a un fijo no se marcaba —ni se marca— después de las 10 de la noche. Luego de ese horario solo aguarda la tragedia y la pelúa.
Recuerdo que el primer celular que pude ver en la vida real era de una profesora de mi primaria. Me parecía algo del futuro, como los relojes de los Power Rangers. Hablo de un móvil de teclitas, de esos que si los lanzabas contra el piso se rompía el suelo y bajaba y bajaba hasta llegar al centro del planeta.
Los veía en películas y series de «afuera», CSI, en la película del sábado. Entonces, me surgía la idea de que nosotros no nos movíamos al mismo ritmo que «afuera». El futuro era como los carros rentados por los turistas que sobrepasaban el viejo Moskvitch que mi padre ganó en Angola, a lo que él exclamaba: «Esa si es una máquina». Nosotros no habitábamos el futuro, solo perseguíamos su estela borrosa.
Por muchos años poseer un celular fue un signo de gran estatus. Solo los encontrabas en manos de algunos altos funcionarios, nuevos ricos o cubanoamericanos. Eras un visionario, como llaman a los hombres adelantados, porque en el bolsillo llevabas un pedazo de futuro donde jugabas a la serpiente que no puede comerse su cola.
Tuve mi primer móvil después de viejo, en segundo año de la universidad; un Nokia, del mismo modelo que le vi a mi profesora en la primaria. La alcancé 10 años después; pero por lo menos me mentí y me dije que ya no habitaba la estela.
Las palomas están en azul y todavía él no se reporta, así que continuaré con mis divagaciones. Aguanten un poco más, por favor.
Luego logré comprarme un smartphone, un Blu, que en ese tiempo era la marca de todo aquel que no podía costearse nada mejor. Como la olla reina, era el divo de los que levantaron cabeza un poquito. La tecnología táctil me recordaba una película de ciencia ficción que me encantaba cuando pequeño, Minority report, en que con un movimiento de manos el protagonista movía la información en una pantalla holográfica de un sitio a otro. Con el táctil sentía que, por fin, había alcanzado el futuro; aunque no iba más allá de otra mentira, aún seguía en la estela.
En aquellos momentos el saldo era bastante escaso por lo caro. Por ello había que maniobrar como se podía, y así comenzó el misterioso lenguaje de los timbres. Dejabas sonar el tono menos de cinco segundos. Al demorarte más, existía la posibilidad de que te respondieran y, si te gastaban los pocos kilos que te restaban para poder timbrar, la sangre iba a correr.
Cuando te timbraban una vez significaba que vendrían a la cita, pero, si sumaban dos, querían decirte que se cancelaba. Una perdida resultaba igual que en la canción de la trova tradicional «Pensamiento dile que yo la quiero, que no la puedo olvidar»; y si te regresaban la llamada, entonces sabías que no estabas solo ni loco.
Espérense, que ya me contestó un «¿Qué pasó?». Déjenme escribirle si sabe dónde está el pan nuestro de todos los días. Ya se envió el mensaje. Aparecieron las dos palomas (del vuelo popular). Ahora están en azul. Toca esperar y esperar. Me separaré del teléfono un rato para darle su espacio y más tarde vuelvo a la carga. La próxima vez que me conecte, compañeros, seguiré con mis divagaciones.