Hace unos años veía una entrevista a Alan Moore, autor de novelas gráficas como Watchmen y V de Vendetta, y como siempre sus palabras se quedaron en mi psique. Decía que la actual fascinación humana por los superhéroes nos podría convertir a todos en fascistas. Nunca entendí aquella conexión que establecía, hasta que vi la cuarta temporada de The Boys.
La serie de Erik Kripke, basada en el cómic del mismo nombre creado por Garth Ennis y Darick Robertson, a partir de entonces se convirtió en una de las propuestas más políticas que he visto en mucho tiempo y me hizo entender a qué se refería Moore con su fascismo superhumano.
Cuando surgió en la pantalla chica, la humanidad vivía las secuelas de lo que fue un verdadero evento cinematográfico: el estreno de Avengers: Endgame, película que concluía toda una saga de historias y unas cuantas fases del universo Marvel. Por tanto, The Boys era y es un claro ejemplo de contracultura en una época donde desayunamos con superhéroes, los llevamos en nuestras mochilas, queremos parecérnosles, tener sus habilidades (ya sean políticas o sobrehumanas), ser famosos como ellos, vivir aparte de las leyes de los simples mortales.
Queremos ser dioses con capa. Son ellos las actuales deidades del Olimpo y obviamos que pueden ser de izquierdas o de derechas, provida o proaborto, partidarios u opositores de los derechos humanos, racistas, supremacistas de cualquier organización radical, pedófilos, traficantes de armas o de drogas. De nuevo tengo que citar a Moore: ¿por qué razón Superman, el más poderoso ser, querría salvar constantemente a una especie inferior e, incluso, adaptarse a sus normas?
Estamos sobreestimulados con estos varones y hembras que juegan a salvar el mundo, a tal punto de que ya los vemos en blanco y negro, cero tridimensionalidad. Recuerdo una escena donde Homelander (traducible como Patriota) ordenaba que a un terrorista se le llamara villano. ¿Se imaginan un mundo en el que a los autores del 9/11 se les llamara simplemente villanos? Un mundo en el cual se hable del tema como si se tratara de una película de este género, donde no nos preguntáramos por qué los antagónicos son unos terroristas, y no nos importase qué ocurrió después de los atentados.
Esa es una de las fortalezas de The Boys: el uso constante del absurdo y el gore desgarrador en contraste con sus subtramas políticas y sociales. Siempre pensé que su hilo narrativo principal era el de convertir a Homelander en un cúmulo de ansiedad y poder. Ambos elementos, repartidos en partes gigantescas e iguales en este superhéroe que no aguanta la idiotez que le rodea (tampoco la suya, si somos honestos). Pero en realidad, con la cuarta entrega, el personaje se convierte en una nueva forma de poderío que sigue manipulando las reglas de seres inferiores. Ahora, ¿por qué?
Mi apuesta es nuestro propio miedo al cambio. Aunque Homelander sea superior a nosotros, le tiene pavor a lo que el ejército estadounidense pueda hacer; los servicios secretos; las personas que le siguen… Él ama a sus fanáticos, son sus juguetes más queridos. ¡Y no puede vivir sin sentirse querido! Pero con cada temporada se nota su hartazgo por las instituciones, por los ministerios, por cualquier movimiento popular. Es la personificación del neoliberalismo. Utiliza el populismo hasta un punto en el que acapara todo el poder y después no lo quiere soltar.
¡Si es que la serie ya es una alegoría de la humanidad moderna con esa empresa llamada Vought International! Sucursales en varios puntos del planeta, productora de películas, servicios de streaming, de televisión, producción de merchandising de sus propios personajes entre cereales, juguetes, figuras de acción, videojuegos, ropa… Se trata de una empresa que crea minigrupos de héroes: los tiene adolescentes, negros, cristianos, hasta cuenta con departamentos de comunicación encargados de mejorarles la imagen y elegir cuáles se unirán a los Seven, una suerte de Liga de la Justicia o Vengadores.
Después de tres temporadas magníficas, redondas en su producción, algunas mejores que otras y un montón de referencias graciosas del cine superheroico contemporáneo, The Boys ha destruido cualquier barrera que la contuviera y sus recientes episodios arremeten contra la ultraderecha mundial, Estados Unidos, el liberalismo y la democracia. Porque, como dice Victoria Newman, la democracia es un concepto que sirve para hacer creer a los humanos que son ellos quienes poseen el control. Y la polarización extrema que vivimos es el ejemplo idóneo para resaltar cómo la ficción y la realidad se unen y nos hacen pensar.
Una tarde y una mañana me bastaron para ver la temporada en su totalidad, y debo decir que no sé cómo voy a hacer para aguantar los dos años de espera antes de su quinta y última. Quedé aturdido con la escritura del guion, la cual se restringía a un tema por capítulo: el que mostraba las batallas de Homelander contra el sistema judicial estadounidense, el que se reía de Batman (mi favorito, por cierto), el de la granja y sus superovejas y supergallinas…
Pero lo que más disfruté fue cómo, a pesar de centrarse en quienes llevan capa y vuelan, esta vez se enfocaron en los seres humanos, en sus problemas humanos. Hughie con su padre hospitalizado, Starlight siendo juzgada por hacerse un aborto, Frenchie y la culpa que siente, Kimiko y las secuelas de la trata de personas, Butcher y su inminente muerte o Leche Materna tratando de que su vida fuera del trabajo no se desmoronase.
A modo de resumen, este se ha vuelto el espejo de la sociedad americana y mundial. Una sociedad que creció con el despertar de Iron Man en el año 2008 y que, obviamente, ha crecido aún más. Llega un momento donde la asfixia crea otras historias, es solo lógica. Aunque el cómic de The Boys haya salido a principios de los 2000, es ahora cuando más lo necesitamos. Porque hay demasiados superhéroes y villanos en la pantalla; y, siendo sincero, siempre están haciendo lo mismo.
Es refrescante ver a un héroe decir: “We will make America super again!”. Ahí fue donde la serie soltó amarras, en ese coraje, en esa crítica abierta y sin matices no solo a Donald Trump, sino al nacionalismo moderno y las tácticas de la ultraderecha global para tomar las riendas. Porque sí, si América puede ser súper de nuevo, ¿por qué no todo el mundo? (Por: Mario César Fiallo Díaz)