Tocar timbres de casas y otras costumbres de los niños cubanos. Foto: Raúl Navarro
El peor de los niños cubanos es uno que está aburrido. Ya lo sentenció aquel viejo «muñequito» al describirlos como «incendiarios natos». Cuando lo observas, aunque se esté más quieto que «estate quieto», como me decía mi madre, sabes que dentro de esa cabeza algo se trama: una travesura, un plan para conquistar un país imaginario o, sencillamente, el caos por el placer del caos.
Los isleños poseen una capacidad para el invento, esa por la cual existe la teoría de que cuando ocurra el fin del mundo solo quedarán los cubanos y las cucarachas e Irela Bravo.
Quizás esta provenga de esas tardes o noches sin electricidad que comienzan a ser parte de la infancia de cada generación desde los 90 para acá; o de esas clases larguísimas en que la profesora de Matemáticas te hablaba de Juan quien compró 40 plátanos y solo ahora comprendes que ese fulano era un revendedor; o cuando tus padres te obligaban a acompañarlos al trabajo y cada tres pasos aparecía una señora para pellizcarte las mejillas y exclamar: «¡Qué grande está!». Ante la presencia del hastío, esas telarañas en el alma, se necesitaban estrategias contundentes para sacudírtelo de encima.
Está el que comenzaba a experimentar con lo que le quedaba al alcance de la mano. Si te hallabas en tu pupitre escolar —la silla más importante, según otro «muñequito»—, apuñalabas la goma con la punta del lápiz, «¡muere, muere, muere!», o la masticabas o te proponías averiguar para qué coño servía la parte azul de aquellas que eran de dos colores. Recuerdo que un muchacho en mi aula de primaria se introdujo un pedazo de goma en el oído para investigar a dónde llegaba y debieron arrancar con él para el hospital. En esos casos, yo me dedicaba a chupar la punta de la pañoleta.
Tener cerca un carrete de hilo y una aguja significaba que iba a atravesarme con esta última los pellejitos de las yemas de los dedos, y la dejaría ahí colgando como un raro piercing.
Siempre intenté sonar los casquillos de las plumas como una flauta o una armónica.
También se hallan esos juegos raros de los niños, sin sentido, pero que resultaban divertidos justo por lo tonto que eran. Tal vez el más famoso de ellos sea «el que pisa raya come toalla», y ahí ibas tú, evitando los contornos de los adoquines, de las losas. Conozco personas que se sumergieron tanto en él que, mayores ya, lo siguen practicando, como una especie de trastorno obsesivo compulsivo o un paso de baile contra el olvido.
Otro clásico era tocar los timbres de las casas y luego echarse a correr. No requerías, siquiera, contemplar cómo abrían la puerta y el inquilino se quedaba perplejo al no encontrar a nadie allí hasta que te oía reír a unos 30 metros y exclamaba «¡Estos chiquillos¡». Poco importaba, incluso, que no hubiera nadie o que el timbre, por lo rápido que lo presionaste, no sonara. En tu cabeza ingenua de niño, habías realizado la mayor de las maldades.
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Ojalá yo todavía creyera que esa es la mayor de las maldades, pero he visto de cerca el odio, la violencia y la soledad. Quisiera que alguien me invitara a tocar timbres e ir por la ciudad como fantasma de cartero, y que cuando saliera el inquilino me gritaran otra vez «¡Esos chiquillos!», y no, «¡Ustedes están muy grandes para eso!».
Desde que uno aprende a marcar un teléfono, se puede comenzar a «correr máquina»: llamar a los bomberos y, cuando respondan «Ordene», contestar: «Una pizza y un refresco»; o hablar con un compañero de aula y fingir que eres un admirador o admiradora secreta. Este último me parece en extremo cruel, porque con las ilusiones no se arma bonche.
Mi «yo aburrido» de niño resultaba mucho más sano que el «yo aburrido» de adulto. En muchas ocasiones el tiempo no me alcanza para ello, entre la obligatoriedad de trabajar para no morirme de hambre y lo proclive de que siempre aparezca algo que hacer. Cuando logro disponer de un espacio para mí, normalmente me hallo tan cansado que no soy persona, sino un trapo. Entonces, en los nimios momentos desocupados y con energía, me pierdo en los oscuros pensamientos del superviviente.
Tal vez deba ponerme a morder gomas, a hacer flautas con los casquillos de los bolígrafos. Quizá, aunque nadie me invite, vaya a tocarte a la puerta y luego me eche a correr, o marcaré allá para explicar que la anterior llamada fue una máquina y que ahora sí hablo en serio.
Muy bueno, Guille, me has hecho volver a esos años, y mira que ya han pasado años jajaja. Sigue así, trata, sobre todo, de no sumergirte mucho en los desvaríos del sobreviviente. En medio de la actual odisea nacional, no es un pasatiempo muy saludable. Un día puedes atravesar la dimensión sin retorno, no importa la edad o preparación, y engrosar el ejército de inofensivos zombie que poco a poco están tomando la ciudad. Bueno, cada ciudad de esta Isla…