Ningún recuerdo está tan estrechamente ligado a una infancia matancera como la presencia del mar. Basta con asomarse a una esquina o subir a una azotea para que ella nos imante con sus hipnóticos reflejos, sus promesas de brisa y frescor. Las playas de esta ciudad poco tienen que ver con el idílico perfil de las imágenes del Caribe, portadas de revistas de turismo. Camino a sus orillas hay que sortear toda clase de detritus urbanos: botellas plásticas, jabas, zapatos viejos, estrellitas de cristales rotos.
Aun así, pocos olvidarán la primera vez que corrieron descalzos sobre el “diente de perro” para lanzarse de cabeza a lo más hondo. Quien lo vivió sabe que es la definición misma de la libertad: unos segundos de vuelo que se estrellan contra el frío, a veces con la destreza de un atleta olímpico, las más: recibiendo aleccionadores panzazos.
Enamorados del azul intenso, algunos de esos “niños acuáticos” se convierten luego en pescadores. Con frecuencia, la bahía de Guanímar se puebla de barquitos, de cámaras de tractor y pedazos de poliespuma, cualquier medio que permita flotar sobre las olas desafiando el peligro para llevar a casa un bocado delicioso. Si hay suerte, la madera de muchas mesas se alumbrará con la blanca masa de pescado.
Quizá por eso es Olokun, deidad afrocubana del océano, la encarnación simbólica de la prosperidad y la abundancia. Hoy los fieles de esos cultos trasplantados, que se enraizaron junto al Yumurí o al San Juan, llegan a las costas y depositan “addimú”, ofrendas sencillas de comida o frutas que también pueden dedicarse a Yemayá, reina de esos dominios, orisha que representa la maternidad fecunda.
Desde la perspectiva de los isleños, todo comienza o termina en el mar, frontera de un afuera y un adentro, es la puerta líquida por donde se parte hacia lo desconocido. Quienes deciden franquearlo, en un acto de fe, lanzan a lo profundo siete monedas de un centavo, una suerte de “peaje” que compra los buenos augurios o la anuencia de los hados. Espacio pletórico de símbolos, marca un punto de encuentro para los poetas que a la usanza de José Jacinto Milanés quieran maravillarse en “esa esfera tan limpia / en donde esparce la Luna / cierta lumbre blanquecina / que el pensamiento embriaga / y aduerme la fantasía”.
Todo lo que se mueve y fluye habla de cambio y evolución. El agua, con su capacidad para adquirir infinitas formas, es la resiliencia pero también cuerpo voluble, que bate sus volúmenes al ritmo de la Luna y trasluce la sensualidad de lo femenino. A nivel externo, los baños de playa tienen un efecto beneficioso sobre la salud: sanan problemas respiratorios, cicatrizan heridas y calman dolores. Hacia el interior de la mente, su sola contemplación trae consigo un éxtasis metafísico, reduce el estrés y la ansiedad.
Como un tronco que flota río abajo, los matanceros somos atraídos una y otra vez por el piélago profundo, para jugar, nadar, practicar deportes, hallar un tesoro de caracoles o amarnos furtivamente bajo las estrellas, incluso, los más osados, a plena luz. El ciclo se completa en la primera ocasión que llevamos en brazos a nuestros hijos para presentarlos. Si de algo podemos estar seguros es que él, el mar, nos aguarda con su abrazo salado.
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