La zona del pequeño pueblo en el que me crie es conocida como el barrio de los negros. Pese a que de niño nunca me dediqué a interpretar aquella denominación, era evidente que se debía a que en el lugar no abundaban muchos blancos como yo.
Mientras mi padre se empeñaba en que fuera pelotero o ajedrecista y mi madre me llevaba de la mano a cuánto taller literario funcionara en el municipio, yo terminaba el día jugando básquet en la cancha de la escuela con mis amigos negros, mientras escuchábamos rap.
Tal vez por ese motivo nunca hablé de razas y entendí desde bien temprano el precepto martiano de que todos somos, y debemos ser, iguales ante la sociedad, la ley y el prójimo, porque dígase hombre y lo demás es bobería.
Cuando comencé a crecer fue que se me aparecieron los fantasmas del racismo, al ver que mis amigos blancos tenían más recursos materiales que mis amigos negros, por aquello de que la historia es una sola y heredamos, o no, lo que vivieron nuestros antepasados.
Recuerdo que me chocó muchísimo el día en que la madre blanca de la novia blanca de mi amigo negro amenazó con denunciarlo a la policía si seguía viendo a su hija. El muchacho era universitario, no tenía antecedentes penales y era noble como pocos, pero su color de piel provocaba un odio visceral en las personas sin alma.
Como nunca ha pasado por mi cabeza juzgar a una persona por algo tan normal como el tono de la piel con la que nació, me costó digerir un caso más reciente, donde a otro de mis colegas negros le negaron el alquiler de una casa, bajo la justificación de que al inquilino no le “gustaban los problemas”, como si la piel oscura fuera de por sí un acto criminal.
Nuestra constitución también se rige por el dogma martiano, pero cuán difícil es denunciar a un racista en esas condiciones. Por norma, se baja la cabeza y se sigue viviendo o, en el peor de los casos, se le cantan las 40 al intolerante, pero ambas respuestas son insuficientes.
El racismo es una enfermedad que se adquiere por contagio, pero en edades tempranas puede ser fácilmente tratada con educación y con un baño de barrio.
Surge, cuando se vive mucho tiempo con ese odio cancerígeno en el cuerpo, porque, llegado a un punto, cuesta mucho extirparlo y el paciente comienza a temer de los que considera diferentes a él, y en su cabeza estos se vuelven la razón de todos sus problemas: “De seguro, el que robó anoche fue el negro del barrio”, “No pases por ahí que ese es el barrio de los negros”.
Mientras quede una persona que se trague el cuento de la superioridad racial y que discrimine a los que considere inferiores, el resto del mundo tendrá la tarea de recordarle cuán equivocado está y cuánto daño ha provocado a la humanidad pensar así.
Reconozco que en el segundo párrafo de este texto valoré la idea de escribir mis “amigos de color”, pero mis hermanos negros nunca me lo perdonarían, porque, pese a todo, viven orgullosos de quiénes son y su negritud forma parte de su personalidad, de su cultura, de su ser.
Cuando pienso en un racista en Cuba, imagino a un ser deshumanizado por completo, la representación de todo lo malo que puede ser una persona. Alguien que reniega de la sangre mestiza que corre por sus venas, de tanto odiarse, rebosa odio.