Primer día de la Feria del Libro de Matanzas 2024. Foto: Raúl Navarro
Si me hojearan el pecho, encontrarían que mucho de lo que soy viene de los libros que he leído. La tinta pesa tanto como la sangre e, incluso, en ocasiones, es más densa. Aprendí el miedo a la locura que nos habita con Poe; la resistencia de un hombre a no rendirse en una Isla hostil, con Daniel Dafoe y su Robinson; la certeza de que muchos miran, pero pocos observan, y por eso se van con la de trapo, gracias a Sherlock; y que la espiritualidad constituye la última forma de la belleza, por Martí.
Siempre he creído que las personas contienen esencias, partes de sí que funcionan como un punto de gravedad: todo se arremolina alrededor de ellos. Puedes permutar de país, darte un tinte nuevo, colgar tu título en un costado de la sala junto a la foto de los 15 y salir a buscarte la vida; pero ellos continuarán ahí, inmutables. Si los abandonáramos, no moriríamos, pero sí perderíamos nuestra identidad y eso resulta una de las muchas maneras de morir. La lectura funciona como uno de mis centros, una de mis invariables.
Soy un lector en una Isla repleta de libros, aunque muchos no han sido los que he querido o necesitado. Aquí el que posea este hábito con la capacidad de convertirse en un vicio —o pregúntenle a Don Quijote qué le sucedió por empinarse a pico de botella tantas novelas de caballería hasta el mismísimo delirium tremens— no puede escapar del influjo de la Feria Internacional del Libro (FIL).
Desde pequeño entendí que sufro un pequeño problema cuando de adquirir ejemplares nuevos se trata. Me llamo Guillermo y soy un bookaholic. Con mucha facilidad podía gastar el dinero que mi madre me daba para merendar una pizza napolitana en una novela sobre la historia de la mafia en Cuba o un arroz frito en cajita en una selección de leyendas chinas.
Por ello, en algún punto tomé la decisión de solo dejarme arrastrar por el descontrol, menos casos excepcionales, en los tiempos de Feria. A veces, llegaba de ella con una mochila a reventarse de volúmenes y par de jabas de nailon cargadas a tope. “¿Cuántos compraste esta vez?”, me preguntaba la vieja. “El conocimiento no tiene precio”, le respondía yo y ella entornaba los ojos como si quisiera decirme: “Pero el hígado de pollo y el aceite de soya sí”.
Además, la Feria no solo resulta una forma del consumismo impreso. De tanto arraigarse también se ha vuelto una práctica cultural. Aunque no vayas a comprar nada, por lo menos te asomas a los quioscos, das una vuelta. Tal vez tropieces con aquella muchacha que renunció a las novelas románticas por el realismo sucio, o con el amigo que todos los años comprende menos el mundo y persigue con más ahínco los libros de psicología y ciencia ficción, como si fueran mapas hacia la cordura.
Siempre habrá niños que revolotean y que señalan tal o más cual cuaderno para colorear y el padre se los compra, y luego un juego de crayolas que le cuesta el triple. En los últimos tiempos, a veces abundan más las crayolas, los materiales de oficina, la bisutería, los pósteres de popstars y series animes, que el Corazón de Edmundo de Amicis. Me preocupa, pero tal vez sea yo y mi nostalgia por las Ferias de mi infancia, casi 20 años atrás, cuando cazaba todas las novelas de aventuras que publicaba Gente Nueva. Yo soy Sandokan. Yo soy el Halcón del mar. Yo soy todo lo que nunca pude ser.
De tanto leer y leer, un día me dio por escribir. Llenaba las últimas páginas de las libretas de la escuela con pequeñas historias. Luego, estas crecieron y crecieron y se convirtieron en cuentos, y los cuentos en un libro. Ello me permitió vivir la Feria no solo como cliente y ave rapaz, sino también como autor.
Promocioné mi cuaderno y me senté a hablar de cómo lo armé, y aún hoy no sé esa respuesta. Supongo que necesitaba imperiosamente contar. Todos los cubanos poseemos la necesidad de contar, lo que cada uno a su manera. Así también me percaté de que durante los días que dure la FIL los escritores tienen sus cinco minutos de fama. Después, regresan a lo de siempre: buscar los mandados en la bodega, cuidar a sus hijos, dar trapero y haragán y, cuando haya un chance, garabatear libretas y documentos de Word y creerse que cambiarán a la humanidad.
Si me hojearan el pecho, hallarían que mucho de lo que soy se lo debo a mis lecturas. Comprendí que el peor castigo resulta el crimen de ser inhumano, por Dostoievski; la claustrofobia acuática de los insulares, por Virgilio Piñera; y que, por Hemingway, aún suenan las campanas, las de las iglesias y las del ring de boxeo. En fin, me he convertido en esto de ahora, también gracias a la Feria del Libro.