Los Faroleros del Puente de Tirry. Fotos: Raúl Navarro
Teresa Amador desde hace unas cuatro semanas, cuando el sol se oculta por detrás de la ciudad y deja a los que les corresponde el turno de seis a nueve en la rotación de apagones en una doble oscuridad, la de las luces frías e incandescentes y el de las naturales y ultravioletas, ejecuta la misma rutina. Agarra un palo, más o menos del largo del de las escobas, que guarda cerca de su buró en la base de pesca deportiva Luis Salgado, que ella administra, y se va a encender el Puente de Tirry.
A unos tres metros de altura, en un poste al costado de la edificación, hay una pequeña caja de aluminio que resguarda el sistema para prender las luminarias. A veces, incluso, con la vara ella no alcanza del todo y debe ponerse en puntas de pies y estirar los brazos hasta que comienzan a dolerle por el exceso de elasticidad para una señora de su edad. Cuando los calambres no le permiten maniobrar con la precisión necesaria, le pide ayuda a algún vecino o a un pescador.
Con la punta de la vara ella abre la caja y luego, con cuidado —debe propinársele el toque exacto en el punto adecuado—, sube el catao y los focos se iluminan como cruces de plata. A la mañana siguiente, cuando el sol emerja por el lado del mar y ella regrese a la base para comenzar su jornada laboral, lo bajará, con un procedimiento parecido, para que los bombillos no se fundan, como mismo hacía el mecanismo de encendido y apagado automático de la estructura.
Antes de que la electricidad se utilizara, para el alumbrado público se empleaban faroles de gas o aceite. Para que estos funcionaran, debían encenderse de forma manual; tarea que se asignaba a un individuo. A estas personas se les nombraba faroleros. Más de un siglo después de que el oficio desapareciera, por culpa de esta modernidad a la que le faltan megawatts, Teresa Amador y otras personas que frecuentan o trabajan en la Luis Salgado han devenido faroleros del Tirry.
Hay ocasiones en que ella delega la labor en otros; por ejemplo, cuando le toca descansar, o si al atardecer debe retirarse hacia su casa para cocinar el arroz o descongelar el picadillo y en el circuito del puente no hay energía y no puede aguardar tres horas hasta que regrese. En tales situaciones del toque exacto en el punto preciso con la punta de la vara, como diestros lanceros de antiguas guerras, se ocupan los custodios de la base o se presta voluntario algún pescador de los de bote y tarraya o de los que se sientan en el malecón con su sedal a coger carnada.
Según relata la señora, todo comenzó unos 20 días atrás, cuando, debido a un cortocircuito, el puente se apagó de repente. Al analizar la causa de lo sucedido, los especialistas pertinentes se percataron de que el mecanismo de encendido y apagado estaba roto. Ellos le indicaron dónde quedaba el catao, pero nadie, nadie de nadie, nunca le ordenó o le pidió que se ocupara de la tarea. Tampoco le pagan en plata por ello, aunque se ha transformado en parte de su rutina diaria.
Ella es administradora, no farolera; sin embargo, desde ese entonces, cerca de su buró descansa la vara y por momentos le pesan los brazos de más como si de tanto forzarlos sus huesos comenzaran a crecer de nuevo. Asumió tal rol por un simple deber cívico. Como a la mayoría de nosotros, le preocupa la oscuridad que, cual lapa, se pega a los alrededores y puede ser escondite para los amantes, pero también emboscada para malhechores.
Por el aniversario 330 de la ciudad de Matanzas, el Puente de Tirry o Calixto García se sometió a una restauración bastante intensa. Sucedió solo después de que el salitre, por más de un año, con su boca de óxido comenzara a comerse parte de su estructura, sobre todo la baranda que da la cara a la bahía, y se debieron emplear soluciones de campaña para tapar los boquetes. A primera vista, la reparación resultó un éxito e incluso los viejos metales recobraron vigor y prestancia.
No obstante, al transcurrir unos meses, nos encontramos con que después de tanta pistola de presión de agua para quitar las costras de churre y sopletes de acetileno para soldar coyunturas, su encendido depende de una escoba decapitada y buenas voluntades. La idea no es solo arreglar cuando sea imprescindible, sino también mantener lo logrado para no pecar por descuidados.
En los antiguos hierros del Calixto García se guarda cada sonido, como una caja de resonancias, de quien lo hizo vibrar al cruzarlo. Si pegáramos el oído a sus metales, pudiera contarnos nuestra memoria colectiva de los últimos 100 años y un poco más. Así ocurre cuando el patrimonio se entrelaza con la cotidianidad y con lo pragmático.
Mientras no se reemplace el mecanismo de encendido automático, continuarán su cometido como los faroleros de Tirry. Con su vara a cuestas, perseguirán los cortes entre el día y la noche para, a través de lo rústico, un palo y un poco de muñequeo, zanjar la penumbra que provocó un fallo de la tecnología. Entonces, súbeme el catao, Teresa, y que se haga la luz.
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